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— Vamos, despierta— murmuro con los ojos vacíos sobre su cuerpo.

— Adirael, ya basta. Llevas cinco malditas horas hablándole a un cuerpo inconsciente.— el pelinegro me mira con reprobatoria pero yo no le presto la más mínima atención. Solo me enfoco en ella, esperando a que abriera sus precisos ojos — Si que eres obstinado.— murmura para salir de la habitación.

El silencio lo reina todo con dominancia pesada y cruel. Sin brechas ni clemencia. Me deja preso en mi mismo, con mis pensamientos alocados y el cuerpo dormido de mi mujer.

Se sentía como si fuese una eternidad desde que no escuchaba su voz y eso, de alguna manera, me estaba llevando por el camino de la locura absoluta. Porqué no sabia como ella reaccionaria al levantarse, o que tanto le había hecho aquel sujeto. A que punto había llegado.

Toco su rostro como si fuera el pétalo más delicado, arrastrando superficialmente mis dedos por su piel pálida. Me detengo sobre la cicatriz en su mejilla derecha. Era muy pequeña, algo que le agradecía al tiempo pero que también le reprochaba. Recuerdo cuando se la había hecho. Fue cuando tenía apenas 5 años y creía que podía volar. La muy tonta se había trepado un árbol de al menos 6 metros para luego tirarse. El resultado debía haber sido un hueso roto, pero logré ablandar su caída con un chico que pasaba por allí. Si hubiera estado más al pendiente quizás ella ni siquiera se hubiera trepado a aquel lugar. No obstante, para esos tiempos debía estar atento a todo, ya que era mucho más peligroso que yo me encontrara cerca de ella.

Siseo por lo bajo y alejo mi toque de la muchacha. Sin poder soportar mucho más el ardor que su piel purificada me ocasionaba. Mi cuerpo ya estaba lastimado, mis labios principalmente. En aquel momento, cuando fui a buscarla, tomo todo de mí para no soltarla. Ya de por sí, entrar allá conllevaba su costo y a esto sumándole el daño que ella me estaba haciendo. Ambas cosas me habían dejado muy vulnerable. Estaba seguro de que si Darkiel hubiera querido matarme, lo hubiera conseguido.

Miro mis manos rojas. La piel sensible hasta a la brisa. Mis labios ardían al igual que mi torso y brazos. Parte de mis muslos también.

Pero eso no me importaba. Solo necesitaba que ella se levantara.

— Volví, ten — unas toallas negras caen sobre mi regazo y luego una silla aparece a mi lado.— tiene aceite corrumpere. Te ayudará.

— No lo necesito.

— Mira, hijo de tu puta madre. Cuando yo te doy algo, lo coges. ¿Quién coño te crees? Jodido imbécil de mierda. ¿Olvidaste quien putamente soy? ¡Dame acá!— con brusquedad toma las toallas de vuelta y después toma mis manos. Envolviendolas en las toallas empapadas.— Idiota. ¿Quieres que se despierte y te vea tan jodido? Al menos dale la impresión de que estás bien.

Miro lo que hace en silencio, ausente en el lugar muy metido en mis pensamientos. Hundiéndome en una idea en específico que desde que la tuve en brazos había contemplado y que me desagradaba tremendamente.

¿Y si no despierta?

Me pregunto en completo silencio. Un pinchazo desconocido corre por mi pecho velozmente y quedo estupefacto. Frunzo el ceño y niego lentamente, decidiendo cerrar mis ojos por unos segundos y no pensar en ello.

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— ¡Controla a esa perra! ¡Haz algo con esta loca!— con ojos pesados y el cuerpo muerto el bullicio suena lejano e incoherente.

No me parece más importante que mi sueño y por lo tanto vuelvo a dejarme caer en aquel abismo oscuro.

— ¡No puedo tocarla, me quema!

Me levanto de inmediato y miro la cama frente a mí. Solo para confirmar lo que no quería ver. Sin esfuerzo me pongo de pie pero por un extraño desbalance tengo que recargarne de la silla en la que estaba sentado. Sacudo mi cabeza y gimo desde lo profundo de mi garganta con los ojos cerrados.

Contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora