Capítulo 16 (mini)

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El malestar continuó a la mañana siguiente; no quiso levantarse y se inventó que había cogido un constipado. No tuvo que hacer una gran interpretación porque su aspecto ojeroso, hinchado, pálido y demacrado, convenció a su familia. Tanto que fue así, que creyendo que sería contagioso, llamaron al médico y se cancelaron las visitas de aquel día, incluyendo la visita de su supuesto prometido, sin llegar a saber la causa de su enfermedad, ni el mal padecimiento que sufría.

La señora Green, por su parte, estuvo contenta en despechar al joven, que solamente veía que la amistad no avanzaba más de la línea de lo permitido. Tampoco, quería que su hija se ilusionara con un tipo que diera más que migajas y no pudiera dar un paso más en la relación. No había que olvidar que, para otras generaciones, la amistad no se podía dar entre un hombre y una mujer. No existía, ni existiría, salvo la conveniencia de un matrimonio donde el cariño y el respeto eran los pilares fundamentales para que funcionara. Pero no estábamos hablando de matrimonio, ¿no?

El encierro, que voluntariamente hizo, no mejoró su ánimo, empampándose de la profunda decepción que le había ocasionado esa escena de amantes. Por más que se tapara los oídos, o se llevaba la almohada a la cabeza, las palabras estaban ahí, grabadas con fuego y gritándole, una vez más, lo idiota y confiada que había sido.

Agotada emocionalmente hablando, en su segundo día de enfermedad, salió de su habitación pese a que el médico le había recomendado reposo, cosa que le haría gritar si permaneciese más tiempo dentro, sin estirar las piernas más allá de las cuatro paredes o respirar. Había puesto la excusa perfecta para no enfrentarse a su familia, ni siquiera a su amigo infiel. No hubiera podido verle la cara sin echarse a llorar, desconsolada.

Respiró hondo, e intentó que la pena no la arrastrase con ella. Aunque Eve Green puso el grito al cielo al verla de pie y fuera de la habitación, su padre fue más permisivo y le dio su aprobación para que diera un paseo por el jardín.

Había dicho que el aire les sentaría mejor a sus pulmones, idea que no le gustó para nada a la matriarca, creyendo que su polluela, enfermería de gravedad. Pero no ocurrió finalmente, aunque las heridas que llevaba dentro no se curarían tan fácilmente, ni siquiera por dar un paseo ligero.

Alzó la vista hacia el cielo que estaba encapotado, pero sin echar este una lágrima fuera. El tiempo tampoco ayudaba a que estuviera más animada, conteniendo un suspiro, regresó a su habitación.

No sin antes de enfrentarse al causante de sus desdichas, que esta vez la señora Green no pudo impedir que la visitara.

- Como ve, está enferma. Es mejor que no se acerque - el médico les había asegurado de que no era contagioso, aun así, era perfecto para que la dama lo usara con el fin de que se mantuviera alejado de ella.

- Déjalo, madre. ¿Qué quieres, Edward? - no supo ni cómo, ni el por qué, pero le echó valor a la situación.

La señora puso los ojos en blanco y los dejó a solas.

- Quería saber qué te había ocurrido. Ayer te visité y tu familia no me dijo que estuvieras enferma.

Se encogió de hombros, intentando restarle importancia al asunto y que se fuera cuanto antes. No podía mirarle a la cara sin acordarse de su traición. Quería gritarle, quería arañar esa cara que parecía demostrar una real preocupación por ella.

- Es un constipado. No hay que preocuparse.

- Eh, ¿estás bien?

Asintió a duras penas, tragándose el nudo de la tristeza que le invadía y más al sentirlo cerca de ella.

- No quería que nada malo te pasara.

Se apartó cuando le recogió un mechón, que ella misma se lo apartó de la cara.

- Ya que estás aquí, quería preguntarte algo.

Con el corazón a mil, le preguntó:

- Cuando nos casemos, ¿tendrás una amante?

¡La pregunta no era esa! Pero era tan cobarde que quizás no quería escuchárselo decir. Aun así, quería saber si lo que vio podría haber sido un espejismo de su cabeza. Podría ser... solo esperaba oír...

- ¡Claro que no! ¿Quién te ha dicho que tendría una amante?

Su corazón se elevó para luego caer en picado; había contestado demasiado rápido, demasiado efusivo, demasiado...

Falso.

Fingió ella esbozar una sonrisa, aunque estaba teñida de amargura.

- No sé, en todos los matrimonios, el esposo tiene una - dijo, recordando las palabras de Myers.

Se envaró cuando la abrazó.

- Te aseguro que cuando me despose contigo, no habrá ninguna.

- ¿De verdad? - Edward frunció el ceño y Elle añadió: - ¿Cuándo será? ¿Cuándo le pedirás mi mano a mi padre?

- Lo iba a hacer ayer; pero al estar enferma... creo que es lo mejor dejar que pasen unos días. Cuando estés recuperada, le pediré permiso a tu padre y nos podremos casar.

¿Si nunca se diera la ocasión?

¿Si nunca hubiera querido casarse con ella? ¿Si lo único que estaba haciendo era para alargar su relación con su amante? ¿Tan importante era para él, que tenía que seguir manteniendo su compromiso en secreto?

Asintió, y fingió que había sido convencida.

¿Para qué dudar más, si ya no había nada?

Un aleteo sobrevoló hacia sus labios. Cerró sus ojos, y se clavó las uñas en sus palmas, aguantando el beso dulce que le estaba dando, mas no era tan dulce como su engaño.

No soy como él (Volumen I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora