Capítulo 20

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 No eran helados como se imaginó alguna vez; eran suaves, cálidos, tanto que se vio sobrepasada y levantó los brazos, no si para apartarlo o acercarse. Su cuerpo tomó la decisión por ella. Lentamente subió sus manos hacia él, sujetándose a sus hombros; temerosa de caerse, empujándola al vacío. El beso no la apremió, ni fue apresurado, sino que fue pausado para familiarizarse con su sabor, su forma, su textura... mareándola. La besó de diferente ángulo, profundizando más el contacto de sus bocas, rompiendo el silencio con el ruido que los dos hacían con la fricción y el crujido de sus ropas, ya que no hubo más espacio entre ellos sino la agonía de apretarse más y más.

Antes de coger aire, se vio tumbada de espalda en la cama sin saber cómo había llegado hasta ahí, pero no pudo razonar porque otras sensaciones la golpearon sin dejarle aliento alguno. Jadeó cuando los labios del hombre fueron a su cuello y una mano se posó en su cadera, que se había colado debajo de la tela de la camisola que estaba arrugada, dejándole como una especie de quemazón; marcada, sintiéndose extraña, sintiéndose enferma.

Gimoteó, pero él no se detuvo al escuchar su quejido, jugueteando con su cuello, consiguiendo que sus entrañas se retorcieran. Apretó las piernas como si con eso conseguía aliviarla; no la alivió ni un ápice.

Cerró los ojos porque no pudo mantenerlos abiertos y le pareció que las sensaciones acrecentaban conforme las caricias iban hacia abajo, la iba desnudando con sus caricias, sin que pudiera objetarle nada porque no tenía el dominio de sí misma.

¿Había perdido la cabeza?

Pudiera ser, ¿cómo podía estar sintiendo si... si nunca le había gustado? ¿o era una mujer con pocos escrúpulos, que no le importaba que el hombre que tenía delante era una persona egoísta, clasista y mezquina?

Cualquier pensamiento voló cuando el aire del ambiente acarició sus pezones, que se irguieron al contacto de esa brizna fría. Inconsciente se arqueó, buscándolo. No se hizo de rogar, se amamantó con uno de sus pechos, como si fuera un bebé, cobijándolo en la caverna de su boca y haciendo que ardiera con sus lamidas y tirones mientras sus dedos largos navegaron hacia el escondite de su sexo, llevándola de nuevo por ese precipicio para un segundo después caer y romperse en mil astillas.

Todavía no terminó con ella, haciéndola que se desbordara una y otra vez, para vergüenza suya que no le impidió parar sus toques perversos, convirtiéndola en arcilla derretida, provocando que quedara laxa sin imaginar que faltaba el estoque final.

- No podré evitar que le duela – le dijo en un susurro bronco, con la respiración trabajosa -, pero intentaré que sea lo menos doloroso.

No lo entendió hasta que sintió una quemazón ahí abajo, llenándola poco a poco, pero no vino el dolor en ese momento sino después cuando de una estocada se introdujo en ella. Le costó respirar e intentó no entrar en pánico.

- Respira – le dijo intuyendo de cómo se sentía.

¿Cómo podía sentirlo, si ella era la que sentía que iba a partirse en dos?

Lo miró con los ojos abiertos y, no fue consciente, que una lágrima se deslizó por su mejilla.

- Shhhhh.

No podía; no podía con su ternura. Lo odiaba, pero por más que lo odiara, y lo que le hacía sentir, su cuerpo le era ajeno y cuando se movió, también lo hizo a compás de su embestida.

Tampoco, era tan fuerte como creyó; sus facciones afiladas estaban más tensas, y se mordía el labio para controlar la fuerza de sus movimientos, las ansias de no ser suave, sabiendo que podía ser más doloroso para su virginal esposa, que ya no era virgen porque él había roto el himen de su virginidad. Nadie más que él.

Su esposo.

Ella no lo sabía, pero lo apretaba como un guante caliente, haciendo que su límite fuera una rendija peligrosa y su cuerpo estuviera en una lenta agonía, perlado por el sudor y el esfuerzo de contenerse. Pero apenas pudo controlarse cuando el deseo lo desgarró con sus garras ahí abajo y escalofrío lamió su espalda, siendo sensible a las sensaciones que lo azotaban. Sus caderas se movieron por sí solas, marcándola y dejándola huérfana de sus estoques. En la habitación, se llenaron de sus gemidos y de sus respiraciones entrecortadas, siendo prisioneros de sus bajas pasiones. Antes de poder imaginárselo, sintió que llegaba, agarrándolo con más fuerza y constriñéndolo con sus espasmos, dándole a él, el último empujón para culminar dentro de ella. La fuerza que lo golpeó, lo dejó débil y fuera de sí. No reflexionó sobre aquello, que lo había dejado aliento, y se movió para que su esposa respirase y no tuviera que soportar su peso.

¿Preocupándote por ella, Damien?

No se respondió, agitado aún por los temblores de la pasión vivida. No sabía qué decir, ni actuar cuando estaba acostumbrado a irse del lecho, con la intención de no crear lazos inoportunos que fueran más allá de la copulación con sus amantes.

Giró la cabeza hacia la joven y se topó con su espalda desnuda y sonrojada. Algo ardió dentro de él, y antes de saber qué era, se movió hacia ella. Apoyó un codo en el colchón e iba a preguntarle qué le ocurría, si había sido muy brusco con ella cuando vio sus hombros temblando... Agudizó el oído y se heló cuando oyó en un susurro entrecortado el nombre de Edward.

Vapuleado, la hizo girar para verla y encontrarse con su rostro bañado de lágrimas. El helor trepó por su cuerpo hasta alcanzarle el corazón. No había sentido ese helor desde hacía mucho tiempo, desde la primera paliza que le dio su padre porque su hijo había sido una decepción para él, por haber fallado en una estúpida cuenta matemática. Ese sentimiento había logrado enterrarlo, había creído que no lo sentiría de nuevo hasta en ese instante, cuando la realidad le demostró que Edward había ganado otra vez; siendo él, el perdedor y el hijo lastimoso, débil y analfabeto.

- Déjame – le pidió -. No me toque, por favor.

- ¿Ha pensado en él? – no se percató, pero su mano ejerció fuerza en su brazo, lastimándola -. Dime.

- ¡Suéltame! – y la soltó como si lo hubiera quemado, sin saber que lo había lastimado -. Usted nunca podría ser él.

Damien apretó las mandíbulas hasta dolerle, salió del lecho, furioso, pero no descargó su rabia en nadie, y menos en su esposa, no le iba a dar más armas contra él. ¿No se había jurado que nadie tendría el poder de hacerle daño? Se equivocó y había bajado la guardia, pero sería la última vez. Se puso los pantalones y la camisa de malos modos mientras le espetó:

- Por desgracia, se casó conmigo y eso querida, no fue idea mía. Hasta la muerte soportará mi odiada presencia. Ni Edward la podrá salvar de mí.

Sin mirar atrás, cerró la puerta, queriendo desprenderse de esa debilidad, de ese monstruo que lo quería cobijar con sus brazos oscuros, llenándolo de pensamientos malos y dañinos. Cerró la puerta pero no lo suficiente rápido, fue persiguiéndole su llanto.

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¿No iba a haber drama? 

🙈🙈🙈🙈🙈

No soy como él (Volumen I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora