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Un fin de semana de primavera, cuando ya un verdor espeso comenzaba a cubrir, como un manto, las veredas interminables del barrio donde se encontraba la casa de la familia Rivero, un par de meses antes del cumpleaños número doce de Matilda, la hermana menor de Julián, los cuatro integrantes de la familia salieron, embarcados en un pequeño viaje familiar, rumbo a una ciudad junto al mar. Sólo un delgado destello de claridad iluminaba desde el este a esa hora de la mañana, mientras la marcha del auto emitía un zumbido leve que adormecía a los dos hermanos. Poco tiempo después de haber salido, ambos habían caído presos del cansancio de haber madrugado tanto aquella mañana.

Mientras transitaban la avenida que los llevaría hacia la ruta por la cual deberían viajar durante algunas horas, pasaron por el viejo parque de diversiones, que, ya sin el brillo de otras épocas, mantenía su fachada tal cual años atrás. Al verlo, Hernán y Alicia, los padres de Julián y Matilda, se miraron con un gesto de complicidad en sus rostros. Sin mucho más que eso, Hernán hizo el típico comentario en voz alta: ¡Qué tiempos aquellos! Y fue tan alto el volumen de su acotación que sirvió para espabilar a sus dos hijos, que, a poco rato de haber salido, ya estaban casi dormidos.

Por el espejo del parabrisas, el padre de los dos incipientes adolescentes vio cómo giraban sus cabezas al mismo tiempo, en un movimiento casi coreográfico, para dirigir su mirada a ese lugar en el que aún quedaban vestigios de épocas pasadas. Atento al asombro con que sus hijos miraban aquella fachada, Hernán comenzó a relatar acerca del día en que conoció a Alicia, lo cual había sido, justamente, en ese parque de diversiones, cuando ellos eran jóvenes y cientos de luces de colores decoraban aquel lugar en declive.


Desde pequeño, Hernán Rivero había sido un experto para la contabilidad y las finanzas. Tal era su habilidad que, en su adolescencia, fue el encargado de la tesorería de su clase y, junto a su amigo Gustavo Pizarro, que gracias su gran altura y el ancho de su espalda, oficiaba de seguridad, formaban una dupla exitosa cuando se trataba de administrar los fondos que, junto a los demás compañeros de clase, se encargaban de recaudar y preservar hasta la llegada del viaje de egresados, motivo para el cual los reunían. Así que, en bailes y ferias de verano, que organizaban entre toda la clase, trabajaban para tal fin, cada cual en la función para la que se consideraba más apto.

Fue en una de esas ferias de verano cuando Hernán vio por primera vez a Alicia. Sentada en el caballo de un pequeño carrusel, junto a una amiga, divirtiéndose de la manera en que lo hace alguien que está recordando un juego que le gustó mucho de chico. Se enamoró al instante. Esa misma noche, un par de horas después de verla por primera vez, se acercó a ella con una excusa cualquiera, se miraron fijamente a los ojos durante un par de segundos y, desde ese momento, sin decírselo uno al otro, sintieron ese flechazo que cala hasta lo más profundo.

Comenzaron a conversar, ambos sonriendo, mientras caminaban por los corredores de la feria, de un juego hasta otro, mirando cómo se divertían los demás, mientras se contaban detalles de sus vidas. Desde detalles mínimos, hasta anécdotas disparatadas, todo lo decían para darse a conocer y descubrir al otro. Entre tanto, Hernán le dijo que le gustaría ser contador y tener un gran estudio contable en la ciudad. Alicia le contó acerca de lo avanzados que iban sus estudios de inglés particular y que estudiaría el profesorado para poder dar clases, tal como siempre había soñado.

Cuando las luces de los juegos comenzaban a apagarse y, a pocos metros de distancia, estaba la amiga de Alicia esperándola para irse juntas del lugar, los dos enamorados se dieron cuenta que ya era momento de despedirse. Así que, entre el bullicio de la gente, los gritos de niños y el sonido de los pasos por el pasto, acordaron encontrarse, al día siguiente, en la plaza principal de la cuidad, para seguir conversando. Así, luego de una larga despedida, en la que no dejaban de mirarse y sonreírse, aun cuando Alicia ya iba con su amiga rumbo a la salida, comenzaron a contar las horas para reencontrarse.


Los dos hermanos conservaban el mismo gesto en su rostro, ese que entremezcla asombro con ilusión, al comprobar que la historia que ya habían oído varias veces tomaba una forma tangible al ver desde lejos, en distancia y en tiempo, aquel viejo parque de diversiones que tanto había marcado la infancia y la adolescencia de generaciones enteras. Y, quedando cada vez más atrás el parque de diversiones, la voz de su padre iba dejando los últimos detalles de aquel primer flechazo a medida que el automóvil seguía avanzando y los juegos que asomaban a lo alto se perdían en la distancia.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora