Una mañana de verano, Gabi acompañó a su mamá y a su abuela a hacer un par de compras. Una necesitaba un par de zapatos cómodos, para usarlos en el trabajo, y la otra buscaba algún vestido liviano, para usarlo cuando se sentara en una reposera en la vereda, en las noches de calor. Ambas valoraban el buen criterio de Gabi a la hora de ayudarles a elegir. Él tenía buen gusto y, también, estaba más al tanto de las últimas tendencias de lo que estaban ellas. Además, se divertían con sus comentarios y ocurrencias. Con esos zapatos pareces la diosa de la bailanta. Esa camisa la hicieron para que salgas a matar jubilados. Con esa pollera no necesitas bombacha. Siempre algún comentario que les impedía contener la risa, donde fuera que se encontraran. Por esos motivos, salían de compras cuando él podía acompañarlas.
Mientras estaban en el centro de la ciudad, recorriendo las vidrieras de una galería en la que abundaban tiendas de calzado y ropa, Gabi vio un vestido que le encantó. Era de bengalina estampada de flores rosa y hojas verdes, sobre fondo negro, con una caída que terminaba a mitad del recorrido entre la cadera y las rodillas; tenía tiras simples sobre los hombros, que se podía observar que se entrecruzaban en la espalda; y un pequeño tajo al costado de una de las piernas. Se quedó atónito, más aún, cuando vio que su rostro se reflejaba en el vidrio, anteponiendo su cara en la cabeza del maniquí, dejándole ver cómo se vería con ese vestido.
Se imaginaba en su habitación, frente al espejo, con el atuendo ya puesto, balanceándose hacia un lado y el otro, con una sonrisa en su rostro, tal vez, con los labios pintados. Pero suspiró de desesperanza, sabiendo que eso jamás ocurriría.
Su mamá y su abuela, que habían seguido andando sin notar que Gabi se había congelado frente a esa vidriera, volvieron sobre sus pasos y se pararon, una a cada lado de él, a disfrutar la misma vista. Unos pocos segundos después, su abuela, que era de las que hablan sin parar, le preguntó si le gustaba mucho ese vestido. Me encanta, dijo Gabi. Entremos para probar como te queda, le propuso su mamá. Él contestó que no se animaba, que, por simple que pareciera, era una línea que aún no había cruzado. Si te habrás probado mis vestidos cuando eras más chico, dijo su mamá, como simplificando el asunto. Pero esto es distinto. Si, ya sé, dijo su abuela, sería tu primer vestido propio.
Entraron al local paseando la vista por todos lados, aunque supieran, de sobra, a qué habían ingresado. Cuando la dueña del lugar se acercó, risueña, atenta y amable, a preguntarles qué estaban buscando, los tres dijeron al mismo tiempo: Ese vestido, señalando en la misma dirección. Qué buena elección, chicas, exclamó y preguntó, seguidamente, para cuál de las dos reinas era. Para mí, dijo Gabi. Ya entiendo, dijo ella, entonces ese que está en la vidriera te va a quedar perfecto, dijo mientras se acercaba a retirarlo de donde estaba exhibiéndose.
Gabi sostuvo el vestido entre sus manos mientras duró su larga estadía adentro del probador de ropa. Se miró un largo rato a los ojos, frente al espejo, conversando consigo mismo en sus pensamientos. Cuando, finalmente, salió de ahí adentro, su mamá y su abuela se miraron sorprendidas al comprobar que no traía puesta la prenda en cuestión. Ya está, vámonos, dijo Gabi, con un tono de voz que no era el suyo. Era el acento de alguien resignado, dispuesto a no ser él mismo por temor a los demás. Y así no era Gabi. De ninguna manera, dijeron ambas mujeres. Pero él no se detuvo.
Atenta a esa situación, la dueña del local les propuso que llevaran el vestido para que Gabi pudiera probárselo tranquilo en su casa, y así, podría comprobar que le quedaría tan bien como ella creía. Si así no fuera, con gusto lo recibiría de vuelta y les reembolsaría el dinero. Agradeciendo la amabilidad de la señora, salieron de la tienda rumbo a los demás lugares que les faltaba recorrer, en busca de los objetivos por los cuales habían comenzado el paseo de compras.
Durante el resto de la mañana, no volvieron a hablar del tema del vestido. Cada vez que Gabi se veía reflejado en algún cristal, se topaba con la sonrisa de niño feliz que, por un momento, parecía haber perdido.
Cuando regresaron del paseo, mientras el calor se comenzaba a tornar agobiante, Gabi entró corriendo a su habitación, abrió la bolsa como si fuera un niño al que le dan un regalo que, aunque no sabe qué es, sospecha que se trata de lo que pidió. Se quitó la remera y el pantalón que llevaba puestos y se sumergió en el vestido. Se miró al espejo y se emocionó al ver su figura, de cuerpo entero, tan auténtica como la había imaginado. Pocos minutos después, su abuela golpeó la puerta y entró para verlo y abrazarlo. Luego, rieron los dos al mismo tiempo, como si fueran cómplices de una travesura. La próxima salida, vamos por los zapatos, le dijo su abuela.
Después del almuerzo, cuando volvió a su habitación, tomó el vestido, lo puso en una percha, lo aferró contra él durante un par de segundos, inspiró fuerte y lo colgó en el guardarropa. Mientras cerraba la puerta, lo miró por última vez, con un gesto de despedida en el rostro.
Quizá, alguna vez salga a la calle con esa prenda puesta. Mientras tanto, ahí estará el vestido, listo para que él lo luzca, esperando su momento junto a tres polleras y dos pares de zapatos de taco bajo que, en alguna ocasión, habían pasado por el mismo mar de indecisiones, hasta que Gabi, juntando el coraje necesario, pudiera enfrentar su realidad y comprender que jamás alguien había sido más duro que él mismo a la hora de mostrarse tal cual es.
El mundo no era un lugar extraño en el que él no encajara. Para nada. Su familia, sus amigos, la gente de los lugares donde él frecuentaba a menudo y la ciudad en general, todos formaban parte de un universo en el que Gabi podía ser Gabi.
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Una pausa en el intento
Teen Fiction1 | Julián siempre fantaseó con enfrentar sus miedos y confesarle a Amelia el amor que sentía por ella. Una y otra vez, ideó en su mente el momento y la manera en que lo intentaría. Pero la forma en que se desencadenaron ciertas circunstancias lo c...