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Por poco Matilda no llegó corriendo a su casa. La ansiedad que tenía por tener entre sus manos el ejemplar del libro que habían estado leyendo en el taller de lectura la había traído a toda prisa. El silencio más allá, dijo en voz alta y abrió el libro en la página en la que habían terminado en esa primera reunión literaria. Aún sus pulsaciones estaban aceleradas y ya estaba recostada sobre el sillón, comenzando a leer sin percatarse de lo apacible que se encontraba la casa en ese momento. Sus padres habían salido a cenar con unos amigos, según decía una nota pegada a la heladera con un imán, la cual Matilda no había visto. Y Julián, en verano y a esa hora, seguramente estaría con sus amigos o, tal vez, en su habitación, quién sabía.

Mientras leía, la voz del coordinador del taller se aparecía en su mente, transportando su imaginación a un lugar en el que convergían las imágenes que creaban las descripciones del autor con imágenes al azar de ese círculo formado por gente abocada a la lectura. Así, la sombra de un árbol frondoso se entremezclaba en el suelo del salón en el que habían estado leyendo, y las voces de los que hablaban al mismo tiempo cuando debatían acerca del libro se le mezclaban con las voces del bar en el que se encontraba el personaje principal en ese capítulo.

Un auto color rojo, una camisa celeste, un árbol cubriendo el sol, una luz fluorescente que no paraba de zumbar, una sonrisa en silencio, una mano que se levantaba para pedir la palabra, un bar a medianoche, una taza de café casi frío. Todo convergía porque todo formaba parte de su encuentro con El silencio más alláy con Antony G., al cual no había leído nunca. Y Matilda, que en un momento paró con la lectura y levantó la cabeza sólo para mirar la hora y, aunque no lo admitiría nunca, asegurarse de que realmente estaba en su casa, había caído presa de la habilidad del autor para transportar al lector a un rincón de su imaginación al que no sólo se llegaba con palabras.


Luego de poco más de una hora y media de lectura, hizo una pausa para ir a la heladera a ver qué podía prepararse para cenar. En su afán por hacer algo rápido para ir a continuar con la lectura en su habitación, sólo tomó un par de frutas y un vaso de agua y salió, usando el libro como bandeja, con todo eso en sus manos, rumbo a su cuarto. Al pasar frente a la puerta entreabierta de la habitación de su hermano, comprobó que él no estaba ahí, pero se detuvo y permaneció un par de segundos mirando hacia adentro porque había algo que llamó su atención. Más allá de la gran confianza que tenía con Julián y de lo mucho que respetaban los espacios de cada uno, esta vez, se vio tentada a entrar en la habitación de él porque había un par de hojas arrugadas sobre su escritorio, las típicas que deja alguien que estuvo escribiendo una y otra vez la misma carta. Finalmente, se decidió a entrar. La curiosidad pudo más.

Al tomar una de las hojas, quedó sorprendida. Pero no fue porque la carta dijera el nombre de Amelia, eso ya lo sospechaba desde mucho tiempo atrás. Lo que realmente llamó su atención fueron las palabras usadas, el modo poético con el que su hermano se refería a los ojos, al cabello y a la sonrisa de su amada, las palabras que embellecían esa hoja y la coloreaban con amor. Matilda miró a ambos lados y guardó el papel bajo su remera, por si acaso llegaba su hermano en ese momento. No le hubiera gustado verse en el aprieto de tener que explicarle por qué había invadido su territorio.

Una vez en su propia habitación, pudo leer con detenimiento la carta arrugada que había tomado sin permiso y, una vez más, quedó cautivada por cada oración en la que Julián dejaba al desnudo todo lo que sentía por Amelia. Matilda, que disfrutaba de la literatura romántica, de novelas de amor en las que afloran cientos de sentimientos, jamás había leído algo que contuviera tanta sinceridad en su declaración de amor.

Tumbada sobre su cama, comenzó a pensar de qué manera podría hablar con su hermano acerca de la carta. Sabía que no podría quedarse callada, estaba absorta por la curiosidad, quería saber si realmente enviaría ese texto o algo parecido, sentía el deseo de ofrecerle su ayuda, quería que ese fuera el tema de conversación entre ellos, consultarle si Amelia correspondía a sus sentimientos, pero quería hacer todo eso sin abrumarlo con preguntas, sin invadirlo, porque lo conocía tanto que, siendo tan reservado para esos asuntos, podría reaccionar embotellando sus sentimientos en una coraza de silencio.

Así que, finalmente, entre tanto darle vueltas y vueltas, mirando el techo, le pareció prudente esperar a ver cómo iban sucediendo las cosas sin entrometerse. Dobló la hoja al medio, y luego una vez más, y la escondió en el libro de Antony G., entre la última hoja y la contratapa.


Al intentar retomar la lectura de El silencio más allá, a su imaginación enredada entre los personajes y lugares del libro y las imágenes del taller de lectura, se le sumaron las de los rostros de Julián y Amelia, sonriéndose mientras se acercaban y se besaban en una calle que, a esa altura de su confusión, Matilda ya no podía distinguir si era algún lugar de su ciudad o del pequeño pueblo que describía el autor. Se detuvo, suspiró profundamente, dejó el libro en el suelo, al lado de la cama, y acostada boca abajo, mirando la tapa, se quedó dormida. A tanto silencio en su casa vacía se le sumaba el silencio que había decidido guardar escondiendo esa hoja en el libro que llevaría consigo durante ese verano.

Los sentimientos de su hermano estaban a salvo, archivados en una hoja que sería la última sobreviviente al rapto de pudor que haría que Julián tirara los demás bocetos de carta a la basura y se decidiera optar por decir en persona las palabras que con tanta pasión había escrito para Amelia. Así lo comprobó Matilda cuando al día siguiente, nuevamente, husmeando donde no debía, pudo notar que no quedaban vestigios de alguna carta.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora