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Amelia Miranda recuerda claramente el primer flechazo que sintió por Julián Rivero. Fue una tarde de invierno, de esas que son tan frías que ni el sol ha asomado en todo el día, cuando ella estaba por salir de la librería de su madre, adonde iba la mayoría de las veces después del colegio, para ir al quiosco de la esquina.

Estaba por tomar su abrigo cuando escuchó la voz de su compañero de clase detrás suyo. La recordaba claramente porque, ese día, algunas horas antes, Julián había rendido examen oral en la clase de historia. Cuando él se acercó al mostrador para consultar por un libro en particular, aún resonaba el timbre de su voz en la cabeza de Amelia. En sus oídos, se mezclaba el pedido de disculpas con el que muchos clientes comienzan las oraciones con el año de la toma de la Bastilla. Y su pensamiento divagaba entre aquel lejano catorce de julio y esa fría tarde en la que ya no quedaban hojas en los árboles.

El chico vergonzoso que, en la clase de historia, había hablado con la soltura típica de quien sabe perfectamente la lección, con un empoderamiento tal que hizo olvidar a todos, durante ese momento, la timidez con la que lo asociaban. Ese muchacho de rasgos bien definidos, de ojos brillosos como perlas lustradas y de pelo revuelto, despertó repentinamente el interés de Amelia, quien no supo qué decir cuando lo escuchó dirigiéndose a ella mientras se daba vuelta con su abrigo en la mano. Aunque él, al darse cuenta de que estaba hablándole a su compañera de clase y no a la madre de ella, súbitamente, se ruborizó y quedé petrificado. Al menos durante los segundos que tardó en advertirlo la dueña del local y llegar al auxilio de la incómoda situación.


Al salir, finalmente, rumbo al quiosco de la esquina, Amelia no hizo más que repetir en su mente la última escena vivida. Con una sonrisa en su rostro, se decía a sí misma que todo había sido ridículamente divertido. Pero lo que más la había dejado pensando fue el flechazo que sintió en aquel momento, cuando él le habló mientras ella estaba de espaldas y su voz se le entremezcló con los recuerdos que todavía conservaba de aquella misma tarde en la escuela. Hasta ese entonces, Amelia nunca había sentido semejante atracción por alguien. Porque enamorarse de la voz de alguien, en cualquier otra ocasión, le parecería un sinsentido, si es que en algún momento se le hubiera ocurrido detenerse a pensar en eso.

Cuando llegó a destino le costó recordar qué era lo que había ido a comprar. Su mente estaba en otro lugar. Así que, ante la falta de un motivo claro, hizo breve su visita al quiosco y, en cuanto pudo, se dispuso a pegar la vuelta rumbo al local de su mamá con el fin de encontrarse con el rostro de Julián en cada abrir y cerrar de ojos. Lo cual sucedió de ese modo, ya que en cada una de las vidrieras en la que se detenía, en vez de su reflejo, lo que le devolvían los cristales era la imagen del chico del que estaba enamorándose. Entonces, con cierta lógica, comprendió que esa era la primera vez que se enamoraba de alguien, al menos, de ese modo tan apasionado porque nunca había experimentado todo lo que sentía en ese momento.

Una vez que estuvo de regreso en la librería, comenzó a hurgar por donde estaban libros que él había estado buscando minutos antes. Tomó un ejemplar, lo aferró fuerte entre sus manos y lo acercó a su rostro, posándole apenas los labios, como si intentara darle una breve y disimulada bendición. Suspiró profundo, a la vez que volvió a dejar el ejemplar donde estaba. Entre tanta pasión con la que se habían aflorado sus emociones, no se percató de que su mamá la miraba, sonriendo, mientras ella recorría con sus dedos los mismos libros que Julián había tenido entre sus manos. Encendida por una chispa de amor, que la volvía una adolescente desinhibida, le devolvió a su mamá la misma sonrisa, agregándole una mueca de complicidad. No se avergonzaba de todas las sensaciones nuevas que estaba descubriendo.


Un poco más tarde, cuando estaba por llegar el horario de cierre de la librería, llegó Olivia al local. Envuelta en un enorme abrigo y derramando algarabía, entró al lugar, y entre frases enérgicas y gestos efusivos, se llevó a su amiga del lugar. Salieron abrazadas, riendo, mientras el temprano atardecer de invierno dibujaba las últimas sombras del día sobre las paredes.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora