Una mañana lluviosa, de esas que tiñen de gris el cielo en pleno verano y que para recorrer el trayecto desde la puerta de la casa hasta el auto uno se queda dudando unos segundos antes de lanzarse a la proeza, Alicia, la mamá de Julián y Matilda, le pidió al mayor de sus hijos que la acompañara a la librería del centro a retirar un par de libros y manuales de actividades de inglés, que había encargado. Julián miró por la ventana y pensó un rato antes de aceptar escoltarla.
Vestidos con esa mezcla rara de prendas de verano y de invierno que resulta en días como ese, salieron de su casa, los dos al mismo tiempo, a paso de caminata ligera, con la cabeza gacha y los hombros levantados, y suspiraron de alivio al comprobarse sentados dentro del auto. ¡Qué día!, exclamó Alicia. Y, seguidamente, añadió que no le quedaba otra opción, que necesitaba ese material para ir organizando las tareas para las clases que daría una vez finalizado el receso de verano. Julián levantó las cejas y puso el auto en marcha. No dijo nada. Más que alguien que la acompañara, su madre había pretendido un chofer. Encendió las luces y el limpiaparabrisas, que comenzó una batalla de ida y vuelta contra las gotas que caían cada vez de forma más intensa.
Al borde de las calles, el agua corría a gran velocidad hacia las bocas de tormenta, como un río bravo, llevando alguna que otra rama. Los autos estacionados contra el cordón parecían sombras expectantes de la rudeza de la naturaleza. La ciudad no era más que un lugar vacío al que la mayoría de la gente estaba contemplando desde las ventanas de sus casas, sin animarse a dar ese breve paso que los convertiría de observador a observado. Algunos perros, cada tanto, sin refugio cercano, se defendían como podían, acurrucados, del azote del agua empujada por el viento. Las luces del alumbrado público se encendieron de golpe, reaccionando a la oscuridad a deshoras.
Los vidrios del auto habían comenzado a empañarse, así que Julián debió recurrir al aire acondicionado para que volvieran rápidamente a la normalidad. Alicia encendió la radio, pero enseguida la apagó. El sonido del agua sobre el techo del auto abarcaba todo. Madre e hijo se miraron al llegar a una esquina y lanzaron una carcajada al mismo tiempo. Sin decirlo, ambos coincidían en lo innecesaria que había sido esa salida. Pero, de todos modos, continuaron con la ruta establecida, aun sabiendo que las calles del centro de la ciudad serían la parte más difícil de esa odisea en la que se habían inmiscuido.
Tal fue así que, al adentrarse en las calles de mayor tránsito, el olear del agua sobre el asfalto volvió más ardua la tarea de Julián, quien, intentando guardar la calma, continuó concentrado en su tarea de conducir. Al doblar en una esquina, rumbo a la plaza principal, vieron que ésta estaba inundada en el centro, como si fuera una gran fuente, dejando, aislado en el medio, el monumento con el mástil de la bandera. Como la librería estaba frente a esa plaza, la rodearon hasta pasar por delante del local. Había pocos vehículos estacionados cerca del lugar, así que pudieron aparcar de cara a la puerta de entrada de la librería.
Permanecieron unos minutos sentados, adentro del coche, esperando hasta que la lluvia mermó lo suficiente como para que se animaran a bajarse. Una vez que lo hicieron, en un santiamén estuvieron ya adentrados en el lugar, mientras Teresa Rauch los saludaba diciéndoles que no había sido necesario que fueran al local, que ella podría haberles dejado el material cuando volviera para su casa. Pero ya que estaban ahí, donde no había más nadie que ella, les ofreció un té caliente y los invitó a sentarse y conversar hasta que la lluvia mermase. No hizo más que decir eso cuando se escuchó un fuerte trueno y se largó un violento chaparrón que amenazaba con durar mucho tiempo.
Sentados frente al mostrador, como si fuera la barra del un bar, Teresa de un lado, como una cantinera y los dos clientes del otro, conversaron, principalmente, sobre el clima y, con voz de asombro, recordaron las veces en que habían atravesado jornadas de lluvia similares a la que estaba sucediendo en ese momento. Julián mucho no aportaba a la conversación, pero ahí estaba, asintiendo con la cabeza.
Mientras tanto, por la vidriera entraban destellos de los relámpagos que, continuamente, dibujaban largas líneas en el cielo. Hasta que, cuando más fuerte parecía la tormenta, un corte de luz los dejó en penumbras y los tres se quedaron en silencio. Se acercaron a la puerta de entrada y, a través del vidrio, comprobaron que el corte de energía eléctrica era general. Bueno, habrá que seguir esperando, dijo Teresa.
Julián, un tanto aburrido y otro tanto sintiéndose en medio de una situación extraña, junto a su madre y la madre de Amelia, de quien estaba tan enamorado, se apartó de las dos mujeres, que no paraban de charlar, y comenzó a recorrer el lugar, aunque ya lo conocía de memoria, de ir casi todos los sábados por la mañana en busca de algún libro o, mejor dicho, con la excusa de buscar algún libro para cruzarse con Amelia. Alumbrando con la linterna de su celular, caminaba entre los estantes, transitando otras secciones diferentes a las que frecuentaba cada vez que iba.
En un extremo, se encontró con un montón de ejemplares de El silencio más allá, que formaban una alta torre, en forma de pirámide, en un sector que invitaba a detenerse y curiosear. Julián se detuvo y tomó uno de los libros, pero le pareció un tanto atrevido hacer eso, ya que consideró que andar husmeando, más allá de su condición de cliente fiel, era una falta de respeto a la atención amable que había tenido Teresa invitándolos a quedarse hasta que la lluvia mermara, entonces lo dejó de nuevo en su lugar y volvió a su sitio, al lado de su madre.
Al acercarse a ellas, encontró a Teresa hablando sobre su hija, pero no alcanzó a oír más que la última frase, en la que decía que deseaba que fuera correspondido todo el amor que su hija sentía por ese chico al que tantos poemas le dedicaba. Julián, en silencio, movía la dirección de su mirada de Teresa a su madre y de su madre a Teresa, esperando que la conversación continuara. Finalmente, eso no sucedió, se quedaron en silencio y, sólo unos segundos después, se encendieron las luces del lugar, avisando que el suministro eléctrico se había restablecido y, coronando la vuelta a la normalidad, la lluvia disminuyó su intensidad.
Alicia le dijo a su hijo que lo mejor sería darse prisa y salir rumbo a su casa, antes de que la tormenta, que no dejaba de parecer amenazante, recuperara su vigor. Se despidieron de Teresa, agradeciéndole por su hospitalidad, y salieron hacia el auto sin la necesidad de correr, ya que apenas caían unas gotas.
En el trayecto de vuelta, a medida que avanzaban por las calles y mientras, de a poco, iba comenzando a intensificarse de nuevo lo que en ese momento era una leve llovizna, Julián pensaba en cómo hacer para que su mamá le contara acerca de lo que había estado hablando con la dueña del lugar. Intentó abordarla comentando acerca de lo amable que había sido al recibirlos en el local, invitándolos una taza de té, apiadándose de ellos y entendiendo lo riesgoso que hubiera sido salir en medio de una tormenta tan violenta.
Pero Julián tuvo que quedarse con la intriga porque su madre no le dijo nada más que un par de oraciones que sólo daban cuenta de la generosidad de Teresa y no mencionó nada de lo que pudieron haber conversado. Luego, Alicia empezó a comentar acerca de las calles inundadas que iban observando a medida que avanzaban, de las ramas quebradas que colgaban de los árboles y de que el clima iba a continuar así durante el resto del día.
Otra vez, tal como le había pasado unos días antes, cuando salió al centro a hacer mandados acompañado por Matilda, Julián se quedó con ese sabor amargo de sentir que todos sabían más que él sobre Amelia, siendo que no podría haber nadie que la amara como él la amaba. Pero, intentando mantenerse optimista, se dijo a sí mismo que no le importaba, que, si en algún momento, su amor por ella era correspondido, tendrían el resto de sus vidas para conocerse como nadie más. Una sonrisa fresca se le dibujó en el rostro mientras miraba hacia el asfalto, a través del parabrisas salpicado por gotas de lluvia.
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Una pausa en el intento
Teen Fiction1 | Julián siempre fantaseó con enfrentar sus miedos y confesarle a Amelia el amor que sentía por ella. Una y otra vez, ideó en su mente el momento y la manera en que lo intentaría. Pero la forma en que se desencadenaron ciertas circunstancias lo c...