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Cuando Alex Pizarro tenía apenas cinco años, ya daba muestras de sus habilidades deportivas. Sin dudas, esas habilidades las había heredado de su padre, Gustavo Pizarro, profesor de educación física en la secundaria Santo Tomás. Alex tenía interés por el fútbol, el básquet, el atletismo y el tenis, y para cada uno de esos deportes demostraba facilidad de aprendizaje y, al ser alto y de contextura atlética, siempre obtenía alguna ventaja física que le permitía obtener buenos resultados.

Pero no era solamente eso lo que había heredado de Gustavo Pizarro. A medida que fue creciendo, fue adquiriendo otro aspecto en el cual, sin saberlo, era igual a su padre. Llegada su adolescencia, Alex se convirtió en un casanova que causaba suspiros al pasar caminando frente a cualquier grupo de chicas. Y, gracias a esos dotes de galán, conquistó a la chica más llamativa de la escuela, que era un año más grande que él. Con ella tuvo una relación de poco más de un mes, que se terminó cuando la chica lo encontró besándose con una de sus amigas.

Ese hecho fue uno de los más comentados durante esa semana en todos los rincones de la secundaria Santo Tomás. Y, más aún, siendo que esta nueva enamorada también lo descubrió besando a otra adolescente mayor que él antes de que terminara esa misma semana.

Lo que se podía notar en cada una de sus conquistas, era su interés por las chicas mayores que él. Sus amigos, con quienes no tenía secretos por entonces, se lo decían. Ellos opinaban que su preferencia, aunque fuera inconscientemente, se debía a lo mucho que extrañaba el vínculo con su madre, quien se había divorciado de su padre cuando él era muy chico y había iniciado una nueva familia, en la misma ciudad, pero lejos de Alex y Gustavo Pizarro. Y, aunque le había dado dos hermanas que él adoraba, el ensamble con esa nueva familia había generado que se perdiera el vínculo continuo y fluido que siempre lo había unido con su mamá, el cual, anteriormente, lo había hecho sentir que, a pesar de vivir en casas separadas, su madre estaba a su lado en cada momento.

Esa falta de afecto materno fue sumergiéndolo en una rebeldía adolescente que se complementaba con su campera de cuero y su motocicleta. Y, si bien, sus calificaciones en la escuela eran buenas y nunca causaba ningún disturbio, fue alejándose de los deportes que siempre había practicado y, para los cuales, era tan habilidoso. Sólo los realizaba como actividad curricular en la escuela.

Pero esa acumulación de corazones rotos fue lo que hizo que las chicas de toda la secundaria vayan perdiendo el interés por Alex, quien parecía no tomar en serio ninguna de sus relaciones y lo único que dejaba era amargura y rabia por todos lados. Hasta que, casi sin buscarlo, se encontró con una experiencia que lo hizo sentirse enamorado por primera vez. Fue un viernes, en una fiesta de disfraces que había organizado el curso que egresaba ese año para juntar fondos para su baile de egresados. Estaba a un costado de la pista de baile, esperando a Julián, quien había ido al baño, cuando vio que una chica, a la que no podía reconocer detrás del antifaz que le cubría la mitad del rostro, lo miraba de a ratos y le sonreía mientras bailaba. Él le dedicó una sonrisa desinteresada y nada más.

Un par de horas más tarde, Alex estaba sentado en un banco en la vereda del lugar donde la fiesta estaba casi terminando. Había quedado en soledad luego de que sus amigos se habían ido. Terminó el cigarrillo que estaba fumando y decidió que era hora de irse a dormir. Al ponerse de pie, vio que la bailarina enmascarada se acercaba a él y, sin decir una palabra, rodeó su cuello con un brazo y lo besó en los labios. Luego, le propuso llevarlo en su coche a donde fuera que él estaba por dirigirse. Alex lo dudó por un instante porque notó que ella había bebido lo suficiente como para no estar apta para conducir, pero terminó accediendo porque no tenía ánimo para caminar hasta su casa a esa altura de la noche. La chica llevó a Alex en su automóvil, pero no a la casa de él.

Un rato después de salir de la fiesta, los dos estaban en el departamento de ella. Sin mediar muchas palabras, se besaron, se desnudaron y, esa noche, Alex tuvo sexo por primera vez. Ella, con más experiencia que él, lo guío y lo hizo sentir especial, aun cuando se notaba que todavía estaba bajo los efectos del alcohol.


Al día siguiente, ya en su casa, Alex no podía sacar de su cabeza lo vivido la noche anterior. Una y otra vez, venían a su mente imágenes del cuerpo desnudo de esa chica de la que sólo pudo conseguir su nombre. Sara, así se llamaba. El color de su piel, que se aclaraba en sus senos y por debajo de su cintura. Su pelo enrulado rozando sus hombros. Sus manos inquietas acariciando todo su cuerpo. Su espalda lisa decorada con un pequeño tatuaje a la altura de la cintura. La piel de Alex olía a Sara, su cuerpo aún pertenecía a Sara.

Es misma noche, tal como lo habían acordado, volvieron a encontrarse en el departamento de Sara. Esta vez, menos nervioso, Alex se sintió más seguro de sí mismo. Y, amparado en esa confianza, mientras estaban abrazados en la cama, ya mirando el techo, se atrevió a indagar más sobre ella. Comenzó preguntándole su apellido, su edad, a qué se dedicaba. Pero, de todas esas preguntas, ella solamente respondió la del apellido. A él le resultó conocido, pero en ese momento, no supo por qué. Luego hicieron una vez más el amor y se marchó a su casa con una sonrisa en el rostro, la cual hacía que ese personaje rebelde que era la mayor parte del tiempo pareciera cosa del pasado.


El lunes siguiente a ese fin de semana lujurioso, al llegar a la secundaria Santo Tomás, Alex comprendió el motivo por el cual le había resultado familiar el apellido de Sara. Al entrar al salón de clases de teatro, tal como lo había anunciado el director la semana anterior, los esperaba la nueva profesora, quien suplantaría a la anterior mientras estuviera de licencia por un problema de salud. La profesora suplente era Sara.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora