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No era un domingo como cualquier otro de ese verano, Amelia lo supo al ver, nuevamente esa noche, sobre el pequeño sillón rosa en un rincón de su habitación, el uniforme que dejó descansando, impecable, para comenzar al día siguiente el ciclo escolar. No se lo probó, pero sabe, sobradamente, que no le quedará chico, consciente del peso que ha perdido durante los últimos meses. El suéter de hilo color verde inglés, escote en V; la camisa blanca planchada poco rato antes; la corbata a cuadros, de la misma tela que la pollera a tablas; las medias del mismo verde que el suéter; y los zapatos, de cuero marrón oscuro, en el piso, junto al sillón rosa; descansaban esperando que llegara la mañana.

Pero Amelia no miró su uniforme escolar porque estuviera ansiosa por comenzar con las clases, lo hizo porque no aguantaba más su deseo de tener a Julián cerca, de oír su voz, de sentir la adrenalina que recorre su cuerpo cuando cree que él se acerca a ella para hablarle, aunque luego lo vea pasar de largo, mordiéndose los labios.

Varias veces han estado cerca el uno del otro, no sólo en la escuela, en la librería también. Pero en clase era diferente. Era como si, ahí mismo, delante de todos, en una prueba de matemáticas, por ejemplo, Julián fuera a ponerse de pie y gritar que estaba enamorado de ella. Eso decía Olivia, quien nunca perdía oportunidad de pescarlo mirando hacia donde estaban ellas, con cara de enamorado, y darse vuelta, colorado de vergüenza, al notar que Olivia lo estaba observando.

Amelia reía como si su amiga se lo dijera en broma, aunque el gesto al decirlo fuera el de alguien que no está bromeando. Reía como si ella le contara un chiste, pero albergando en su risa un puñado de esperanzas de que así fuera, que Julián, aunque no lo gritara a los cuatro vientos, delante de todos, sintiera algo por ella. Sabía que él, sumido en la timidez y la duda, si estuviera enamorado de ella, debería esforzarse mucho para intentar iniciar una conversación entre los dos, a solas. Por ese motivo, Amelia se dijo a sí misma que debería ser ella quien comenzara con la charla. Tal vez así, las cosas se podrían ir dando, si era que, realmente, se tenían que dar.

Ansiosa por reencontrarse con esas emociones, intentó no mirar más el uniforme. Tampoco el reloj sobre la mesa de luz. Ni su celular. Probó cambiar el rumbo de sus pensamientos, intentando leer algunas poesías de un libro que conocía casi de memoria. Es imposible no enamorarse de Neruda, por trillado que parezca, se dijo mientras releyó un soneto de amor, al azar.

Pero ese intento por olvidar la ansiedad resultó inútil. Sin rendirse, tomó un lápiz y comenzó a dibujar líneas al borde de una hoja donde un poema que había escrito un par de días atrás mencionaba lo triste y sola que se sentía. Lo leyó con atención, analizándolo, y se dio cuenta de que lo único que la mantenía a flote, aunque estuviera aferrándose a algo que podía no ser real, era la ilusión de un romance con Julián.

Se tumbó sobre la cama, boca abajo. Clavó la mirada en el piso, trazando un camino imaginario por sobre las líneas ennegrecidas de la junta de los cerámicos claros, hasta toparse con la pared. Intentó no pensar en Julián, no imaginar su sonrisa tímida. Miró la puerta del placard, blanca, satinada, con un delgado borde símil acero.

Intentó no pensar en Julián, no imaginar sus ojos brillosos. La silla junto al pequeño escritorio tenía un libro encima, pero no era el que había intentado releer. Era El silencio más allá, estaba señalado por alguien que estaba leyéndolo, que no era ella, en un poco más de la mitad. Quiso recordar cuándo lo había dejado ahí, sobre la silla, si es que hubiera sido ella. Intentó no pensar en Julián, no imaginar su voz de tono sereno.

Sus pantuflas estaban al lado de la cama, casi llegando a la parte de los pies. Se veían cálidas en esa época del año, pero reconfortantes para sus pies friolentos. La izquierda estaba un poco más sana que la derecha, que ya comenzaba a desbalancearse en la zona de los talones. Intentó no pensar en Julián, pero no pudo.

Amelia se dio vuelta sobre la cama, para quedar boca arriba, luego de tomar el celular que estaba en la mesa de luz. Le envió un mensaje a Olivia, que figuraba en línea. Se quedó mirando la pantalla, congelada, casi sin pestañear, mientras suspiraba. Usualmente, su amiga no tardaba en contestar. Al menos, nunca lo había hecho hasta ese día. Pasaron casi ocho minutos hasta que llegó una respuesta, un tanto fría. Para ese momento, Amelia ya estaba mirando fotos de Julián en una red social. Le pareció justo esperar un rato para leer la respuesta de su amiga, que no decía más que: Dale, voy.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora