Se podía percibir en el aire, como si fuera algo tangible, además de verse en la cara de las personas al caminar por las calles de la ciudad, no sólo al encender el televisor o la radio, ya que era el único tema que se abordaba. El mundo había enfermado y la mayoría de la gente estaba preocupada, ansiosa por saber qué rumbo tomaría la cotidianeidad a la cual estaban todos acostumbrados. No faltaba nada para que el gobierno nacional anunciara medidas sanitaras y restrictivas para intentar hacerle frente a un asunto que se venía encima como una bomba a punto de estallar.
Amelia, que conservaba la misma mirada y los mismos gestos de temor y duda desde temprano en la mañana, salió directo desde la escuela hasta la casa de Olivia. Mientras caminaba, casi a paso de trote, miraba una y otra vez su celular, esperando encontrar un mensaje de su amiga en algún desbloqueo de pantalla. Atrás quedó Julián, que la vio salir a toda velocidad desde la vereda del Santo Tomas, mientras esperaba a Gabi en la salida.
En la ciudad, aún andaban los que intentaban mantener la rutina diaria a flote, procurando no pensar en el tema del momento. Los pasos de Amelia contra las baldosas de las veredas por las cuales se movía sonaban parejos, casi imperceptibles, como si fuera en el aire, permitiéndole derivar toda su atención al sonido de su celular, porque, por más que no paraba de mirarlo una y otra vez, conservaba la esperanza de que su amiga le contestara, aunque más no sea con un simple "Sí" el último mensaje que ella le había enviado. Estas bien, con muchos signos de pregunta al final, había escrito Amelia en cuanto salió de la escuela. Tenía claro que, obviamente, podía suceder que su amiga faltara algún día a clases, pero, nuevamente, se dijo a sí misma que lo realmente imposible era que ignorara su teléfono celular.
Mientras continuaba caminando, o volando, comenzó a masticar con más convencimiento la idea de que ya era momento de contactar a la mamá de Olivia, que no podía ser tan irresponsable de no alertar a todo el entorno de su amiga. Y si, por algún motivo, su ausencia a clase y el hecho de ignorar su teléfono durante tanto tiempo tenían alguna explicación estúpida y su amiga estaba en su casa o en cualquier otro lado, pero estaba, sería una anécdota que Amelia contaría, pasado un tiempo, entre risas, acerca de cuando había creído que su amiga había desaparecido. Pero, tal como estaban las cosas en ese momento, sin novedades a la vista, entró en la aplicación de mensajería instantánea y, mientras caminaba por las veredas casi desiertas, le envió un mensaje a la mamá de Olivia.
Una señora mayor paseaba con su perro, un caniche negro que no paraba de ladrar hacia todos lados, como si estuviera excitado por haber salido a la calle después de haber estado encerrado en un balcón todo lo que iba del día. Tal vez por ese ladrido penetrante, que se calaba en lo más profundo de sus oídos, fue que Amelia no notó que hacía poco más de un minuto que había recibido un mensaje de respuesta de la mamá de Olivia. En cuanto se percató de esa notificación, sus manos comenzaron a temblar de nervios y ansiedad, tanto que se le cayó el celular al piso y tuvo que detener su marcha para levantarlo del suelo y proponerse serenidad sentándose en el borde de la ventana de una casa.
La señora mayor con su perro negro ya estaban lo suficientemente lejos como para que el ladrido, que aún continuaba, no la abrumara tanto. Respiró profundo y volvió a mirar la pantalla, que ahora tenía una marca en un borde, y comprobó que ahí estaba la notificación. Desbloqueo el celular y, al abrir el mensaje, llevó su otra mano, la que no sostenía el aparato, a su boca, para taparla en un gesto de conmoción. El mensaje de la mamá de Olivia era una pregunta que decía: ¿No está con vos?
Ese mensaje no aclaraba nada, más bien confundía todo. Amelia se quedó inmóvil, atónita, sin saber cómo seguir. Sus piernas temblaban, no podía ni siquiera pararse, mucho menos caminar. Su preocupación latente, su enérgica caminata, sumada a que no había comido nada en todo el día, confluyeron en un combo que, al intentar despegar la vista del mensaje, sentada sobre el borde de esa ventana, Amelia se mareó y cayó al suelo.
La despertó el lamido del caniche negro, que, aunque su dueña tiraba de la correa para intentar alejarlo de ella, hacía fuerza para acercarse. No ladraba, sólo emitía un sollozo casi imperceptible que parecía de pena. Una vez incorporada, la señora le preguntó si se sentía mejor y la invitó a que pasara a su casa a tomar un vaso de agua. Si no fuera porque Amelia se sentía insegura de seguir, aún confundida y temblorosa, no hubiera aceptado.
Sentada junto a la mesa de mantel floreado, cubierto por un plástico transparente, del comedor de la casa de Elsa, así se llamaba la señora, Amelia miró a todos lados y notó que había fotos de quienes debían ser sus nietos en cada rincón del lugar, hasta cuadros colgados en la pared, de los que son tres portarretratos unidos por una delgada correa.
Le llamó la atención una foto en blanco y negro, tal vez de comienzos de los años setenta, en la que Elsa, joven y atractiva, estaba en la playa con quien debía ser su marido. Esa fue nuestra última foto juntos, antes del accidente, yo estaba embarazada de pocas semanas, dijo la señora con los ojos empañados, aunque con la coraza de resignación que tantos años de dolor van engrosando, mientras se acercaba con dos tazas de té y un plato con porciones de torta casera en una bandeja de madera. No hablaron mucho más del asunto, Amelia aún estaba digiriendo el mensaje de la mamá de Olivia y pensando en cómo seguir una vez que recuperara fuerzas.
El té estaba tibio, a una temperatura agradable, considerando que aún se sentía el calor de la tarde. La torta tenía un delicioso sabor, el cual se lo daban la ralladura de naranja y el glasé que la recubría, que contenía la proporción justa de limón. Estuvieron un rato en silencio, hasta que la señora comenzó a manifestar su preocupación por la crisis sanitaria y económica que la expansión de la pandemia generaría en todo el mundo, pero se dio cuenta que los pensamientos de Amelia estaban en otra parte, así que interrumpió ese tema y, sin muchos rodeos, le preguntó si quería que llamara a alguien. Ella negó con la cabeza y dijo un "No" tímido mientras terminaba de dar el último sorbo al té.
El perro, recostado sobre una manta, en un rincón del comedor, cada tanto levantaba la cabeza y enseguida seguía durmiendo.
ESTÁS LEYENDO
Una pausa en el intento
Teen Fiction1 | Julián siempre fantaseó con enfrentar sus miedos y confesarle a Amelia el amor que sentía por ella. Una y otra vez, ideó en su mente el momento y la manera en que lo intentaría. Pero la forma en que se desencadenaron ciertas circunstancias lo c...