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La mañana ventosa, presagio de una tormenta, llevaba envolturas de galletitas y hojas secas volando a ras del suelo. Julián y Alex llegaron al Santo Tomás a horario como siempre, aunque en ambos eran inconfundibles las huellas de una noche de pocas horas de sueño. Por motivos diferentes, los dos habían descansado inconstantemente, uno pendiente de una llamada que nunca habría de recibir y el otro entretenido en un vaivén de mensajes que se prolongó hasta los primeros destellos de sol matutino. Además de eso, el contorno oscuro en sus ojos, su ritmo apocado y la conversación pausada, interrumpida por algunos bostezos, completaban los detalles que delataban el estado de ambos.

Llegaron derecho a su lugar en el salón, a sentarse hasta que sonara el timbre. Mientras tanto, no paraban de deslizar sus dedos por la pantalla del celular de cada uno. Algunos compañeros ya estaban ahí y el resto, de a poco, comenzó a poblar el salón, cada uno en lo suyo, uno terminando alguna tarea, otros repasando para un examen, algunos con el celular, al igual que ellos dos, que apenas levantaban la vista para responder los saludos de buenos días.

Cuando el sonido del timbre les indicó el horario, entraron Isa y Gabi, que se habían encontrado en la vereda y, apurados por el viento, cruzaron la puerta de entrada del colegio al ritmo eufórico de Gabi, quien nunca perdía la alegría, ni siquiera temprano en la mañana, pese a que había trabajado hasta tarde la noche anterior. Isa asentía mientras él no paraba de gesticular, histriónico y alegre, mientras le contaba detalles de la sonrisa, el cabello y los brazos de su compañero de trabajo y de lo cerca que había estado de decirle todo lo que sentía por él. Y, ante la pregunta de su interlocutora de por qué aún no se había tirado a la pileta, ya que el otro parecía corresponderle, Gabi contestó que no quería precipitar las cosas, que prefería esperar a que lo que había entre ellos dos se volviera evidente e inevitable.

Ya sentados en su lugar, luego de saludar a quienes no les prestaron mucha atención, siguieron conversando. Gabi aún continuaba hablando cuando Isa recibió un mensaje de Julián, en el cual, luego de un breve saludo, le preguntaba si podrían conversar después de clase. Obvio, Juli, respondió Isa, no con un mensaje, sino dándose vuelta y diciéndoselo mientras lo miraba a los ojos, luego de taparle el celular para que apartara la vista de ese aparato, con el tono que utiliza alguien que intuye que lo que vendrá no será muy agradable.


Greta, que entró pocos segundos detrás de Isa y Gabi, llegó derecho a sentarse en su lugar. Al igual que la mayoría, su pelo había recibido los estragos del viento, y sumado, además, que eran indisimulables los rastros que evidenciaban que se había despegado de la cama poco rato antes, toda ella era un combo que resultaba divertido ante la mirada de los demás. Envuelta en un saco de gabardina negro, con botones grandes, un abrigo exagerado para esa época del año; el cuello de solapas de ese atuendo levantado como si fuera un detective, aunque, por supuesto, se debía al viento que había intentado colarse en cada rincón de su cuerpo durante el trayecto hasta la escuela secundaria y no a la temperatura de la mañana.

Un rato después de estar sentada en su lugar, levantó la mirada, que había permanecido perdida sobre su escritorio, para girar su cabeza y mirar en dirección a Alex, quien también la estaba observado y, al encontrarse con su mirada, le guiño un ojo y le dedicó una sonrisa de complicidad. Permanecieron durante varios segundos, casi sin pestañear, mirándose sin disimulo, acortando la distancia que los separaba con el poder de sus ojos. Luego de eso, Alex guardó su celular, el cual no había soltado hasta ese momento.


Amelia entró a clase un minuto detrás del profesor, quien, mientras acomodaba sus pertenencias sobre su banco, al frente de la clase, tarareaba, no una canción, sino una melodía que iba sonorizando los movimientos que realizaba al sacar sus pertenencias de adentro del maletín. La mayoría de sus compañeros estaban en su lugar, lo notó por el silencioso murmurar de todos ante la presencia del profesor. Pero la primera dirección a la que apuntó la mirada de Amelia al atravesar la puerta de entrada fue al banco que ella ocupaba junto con Olivia y, de ese modo, pudo comprobar que su amiga, nuevamente, no había asistido a clase.

Estática junto a la puerta, con la mirada clavada en ese asiento vacío, permaneció hasta que el profesor se percató, dejó lo que estaba haciendo, y se acercó a ella a preguntarle si se encontraba bien. Amelia, con los ojos brillosos de desesperación, aún continuó sin decir una palabra. Por la ventana se veía el ir y venir de las ramas de los árboles de la vereda a merced del viento, que no dejaba de ser constante. Ella quería respuestas, las necesitaba, había pasado la noche intentando contactar a Olivia, ya sin creer que sería como la vez de su arrebato por no utilizar el celular la tarde previa al acto de entrega de diplomas a los egresados. Tampoco había podido volver a contactarse con la mamá de su amiga y, además, no había nadie en la casa de ella cuando fue hasta allí corriendo porque sus padres habían salido en el auto.

Todos sus compañeros, sentados en sus lugares, la observaban con asombro, casi sin atreverse a emitir sonido, esperanzados de que el profesor supiera cómo resolver el asunto. Amelia, dejó su estado de estatua, dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo que iba rumbo a la puerta principal, decidida a marcharse del lugar.

Adentro del salón, Julián se había puesto de pie, en un vergonzoso amague por salir detrás de ella, que nunca llevó a cabo. El rechinar contra el suelo de las sillas de todos sus compañeros resonó en el ambiente mientras, ansiosos por saciar sus dudas, la mayoría de los alumnos se dirigieron a las ventanas del salón para ver, muy a lo lejos, la silueta de Amelia, con su pelo flameando al compás del viento como una bandera en un mástil, caminando a toda prisa, ciertamente con un rumbo decidido, pero con un andar tan desesperado que dejó a todos asustados y llenos de preguntas. El único que podría haberles dado, en ese mismo instante, algún indicio que ayudar a menguar la falta de respuestas con la que se sentían los demás era Julián, pero ninguno de ellos lo sabía en ese momento.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora