Isa Oviedo perdió a su mamá cuando era una niña de cinco años. Ese pérdida repentina e inesperada, producto de un accidente de tránsito provocado con un conductor ebrio, generó un cambio radical en su vida y en la de su padre. Desde ese momento, del que sólo recuerda la flor que arrojó para despedir a quien tanto amaba, se inundó su alma de rabia, convirtiéndola en una chica rebelde, de carácter fuerte y de poca tolerancia hacia quienes no le caían en gracia.
Así fue creciendo, entre insomnio en las cálidas noches de verano y pesadillas en las frías madrugadas de invierno, donde siempre encontraba el abrazo protector de su padre para sentirse a salvo. Pero, de todos modos, pese a esa angustia que la ahogaba por dentro, siempre logró sobreponerse a los malos momentos y, con ayuda de los pocos y valiosos amigos que tenía, y la constante presencia de su padre, pudo llevar una infancia feliz, a su modo.
Fue al entrar en la adolescencia cuando comenzó a exteriorizar un poco más su lado oscuro, la angustia que llevaba dentro. De esa manera, todos los que la conocían se iban topando con su lado rebelde, sus contestaciones agresivas, su tenacidad para sostener una idea que creía correcta, sus gestos de indiferencia cuando algo no le interesaba o sus señas obscenas para responder a una broma de mal gusto. Lo que a simple vista parecía una chica queriendo llamar la atención, para su psicólogo era un buen augurio de sanación. Ella era alguien que estaba escupiendo su dolor y su rabia. Y, con la incondicionalidad de su padre, del resto de su familia y de sus amigos, nada la haría caer en malos vicios, decía Isa.
Las cosas cambiaron un poco cuando a su padre, que era empleado de seguridad de un supermercado, le ofrecieron ser el jefe de ese sector en una nueva sucursal que se abriría en otra ciudad. Cuando Carlos Oviedo, el padre de Isa, le comentó a ella, mientras cenaban, sobre esa propuesta, su hija no reaccionó del mejor modo. Se levantó, tiró su plato contra la pared y salió corriendo hacia su habitación. Es que, para ella, toda la normalidad que con tanto esfuerzo habían logrado construir parecía desmoronarse con esa propuesta repentina, que solamente era tentadora porque el sueldo de su padre pasaría a ser el doble de lo que era hasta ese momento.
Una vez más, de un instante para otro, se topaban con un motivo que los invitaba a reajustar el rumbo de sus vidas. Y, como siempre, anteponer la ambición económica por sobre la felicidad y estabilidad emocional que había sido tan difícil de lograr, los ponía a debatirse sobre una balanza injusta, en la que no siempre se elige lo adecuado.
Un mes después estaban instalándose en una pequeña y lujosa casa, en las afueras de la ciudad a la que habían llegado para continuar con sus vidas. Fue durante las vacaciones de verano de Isa, lo cual fue bueno, ya que le permitió inscribirse en la secundaria de este nuevo lugar para comenzar el año escolar a tiempo. Lo malo fue que, ese verano en el que, junto a su padre, se aventuraron en un nuevo comienzo, Isa pudo sentir el peso de la soledad sobre sus hombros.
Cada mañana, se levantaba temprano, salía a caminar por el barrio, aprovechando el clima fresco de las mañanas, y regresaba a su casa justo cuando su padre estaba levantándose para comenzar su día laboral. Desayunaban juntos y, una vez que él partía rumbo a su lugar de trabajo, se daba cuenta que estaba sola en esa ciudad, que no tenía a nadie más a su lado para compartir el resto del día, hasta que su padre volviera de su jornada, ya cuando el sol comenzaba a perderse al oeste.
Lo único que solía hacer, al poco tiempo que su padre se iba y antes de que el calor se volviera agobiante, era salir a pasear por el centro de la ciudad. Algunas veces, se quedaba un par de horas sentada en un banco de la plaza principal, mirando a la gente ir y venir. Otras veces, iba a la librería que estaba en frente de la plaza y pasaba un rato eligiendo un libro o conversando con la dueña del lugar. Generalmente, escogía algún libro de poesía, le resultaba relajante leer a Miguel Hernández a la sombra de un árbol, en la plaza, mientras las palomas caminaban de un lado a otro. También solía leer una y otra vez Corazón coraza de Benedetti, y en el final recordaba a su madre y sus lágrimas caían mientras leía "aunque te busque y no te encuentre y aunque la noche pase y yo te tenga y no".
Al volver a su nueva casa se distraía un rato con las redes sociales mientras almorzaba. Luego, enviaba mensajes a sus amigos de su ciudad natal, antes de dormir la siesta. Y, después de eso, esperaba a su padre. Esa rutina, pasado el primer tiempo, en el que todo se hace más tolerable por ser nuevo, comenzó a provocar que se sintiera arrepentida de haber apoyado a su padre de aceptar la propuesta laboral. Se sentía atrapada en una ciudad en la que, prácticamente, no tenía motivaciones que sirvieran para que ella se adaptara al lugar.
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Una pausa en el intento
Teen Fiction1 | Julián siempre fantaseó con enfrentar sus miedos y confesarle a Amelia el amor que sentía por ella. Una y otra vez, ideó en su mente el momento y la manera en que lo intentaría. Pero la forma en que se desencadenaron ciertas circunstancias lo c...