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No debe ser fácil ser un poeta que escribe lo que realmente siente, menos aún un mentiroso. Y más difícil, todavía, ser las dos cosas al mismo tiempo. Pero, quizá, cuando la propia inseguridad, surgida de tantos años de frustraciones, de buscar sin resultados ese amor incondicional, esa llama que no se apagará jamás, como si la vida fuera un libro de sonetos de amor, van hundiendo en un mar de decepción las esperanzas y desarmándole la cordura, como si fuera un barco que se deshace antes de terminar de naufragar, corrompiéndolo todo, hasta llegar a un extremo en el que vale todo.

De tanto mentirse escribiendo poemas de amor sin estar enamorado, sin encontrar a la persona que será destino de cada verso que acaba de derramarse en una hoja, lo único que logra es que todo se enrede en una confusión de tiempos, en la que no se sabe qué debe ser primero, si la declaración de amor o descubrir a quien genere los sentimientos que terminan por convertirse en versos.


Había estado todo el día con esas dudas. Su cara de cansado lo confirmaba. Taciturno, distraído, pero, por sobre todas las cosas, confundido. Se sentó frente a su computadora, miró a un lado y a otro y comprobó que la mesa estaba repleta de hojas con los poemas que él escribía sin tener un destinatario a quien enviárselos. De puño y letra, en un bloc de hojas cuadriculadas, había escrito versos y más versos, que luego releía y se preguntaba qué sentido tenían, porque si aparecía alguien de quien él quedara perdidamente enamorado, no le iba a regalar poemas que había escrito antes de que se conocieran.

Y fue en ese momento de tanto revoltijo emocional cuando llegó a la conclusión que no podría estar de brazos cruzados, esperando que el amor golpeara su puerta, y decidió salir a buscarlo. En principio, de forma virtual. Sin muchas más demoras que el movimiento de sus dedos en el aire, antes de apoyarlos sobre el teclado, comenzó a crear un perfil en una red social.

La primera decisión tuvo que tomarla al escribir un nombre de usuario. Siempre intentando esconder su lado poético, tan sólo con mencionar que compraba blocs cuadriculados para que pensaran que los usaba para actividades relacionadas con matemáticas o algo por el estilo, acordó consigo mismo que el nombre fuera con números en vez de letras, y, haciendo caso a esa ocurrencia sin sentido y, siempre, sin resultado, de no mostrarse tal cual es, así lo hizo. Pero, contrariamente a lo que se pudiera esperar de alguien así, lo que decidió fue que sí pondría una foto suya real, no la de un paisaje o de un objeto, como se le había venido a la mente en un primer momento. A fin de cuentas, no tengo nada que ocultar, se dijo en tono burlón.

Más que la elección de la fotografía, lo que le costó mucho fue completar el resto de los datos que eran obligatorios. Le resultaron difíciles porque, de algún modo, mentía sin reconocerse a sí mismo que estaba mintiendo. Quería mostrarse romántico sin parecer meloso, que lo tomaran como a alguien que es capaz de mostrar sus sentimientos sin necesidad de escarbar tan profundo. Y, también, le costó mucho porque, en sus fantasías de enamoramientos correspondidos, se imaginaba locuaz, graciosos, atento, confiado y, sobre todo, muy romántico. Aunque lo último era lo único real.

Fue por eso por lo que estuvo casi dos horas escribiendo y borrando con el cursor dentro del pequeño recuadro para los datos biográficos que iban en el perfil de usuario que estaba creando. Pero, entre tanta duda, entre tanto tipear, borrar y volver a tipear, finalmente, pudo darlo por terminado, mostrándose como él creía verse a sí mismo si es que pudiera apreciarse desde la perspectiva de algún tercero. Era un mentiroso que se mentía frente al espejo antes de comenzar a mentirle a los demás.

Una vez dentro de ese mundo de fantasías, comenzó a buscar la manera de pasar desapercibido. A modo de investigación minuciosa, empezó a estudiar los perfiles de los demás, atento a los movimientos que habían hecho durante el último tiempo. Prestaba atención a las fotos que publicaban tanto en el feed como en las historias, y la frecuencia de éstas. También, veía qué clase de comentarios le agregaban en cada publicación. En poco tiempo, con más rapidez de lo que hubiera creído, le había parecido encontrar la manera de inmiscuirse en ese universo cibernético y, así, podría encontrar al amor al cual dedicarle sus poesías.

De todos modos, concluyó en que lo mejor sería mezclar algo de la vieja usanza, la de antes de esa virtualidad en la que se estaba sumergiendo por primera vez. Así que decidió que seguiría con su rutina de ir a la cafetería del centro, con el libro que estuviera leyendo en ese momento, con su mirada nostálgica y su, aún no estrenada, locuacidad hipnótica. Una vez que viera a la persona indicada y pudiera averiguar su nombre, seguiría a través de la pantalla de su laptop o de su celular. Y así, entremezclando esas metodologías, lograría encontrar el amor que tanto creía merecerse.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora