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La noche del sábado se acercaba y Amelia, luego de su mañana de ensueño pasada junto a Julián, y después de haber dormido casi todo el día con una sonrisa fresca en su rostro, invitó a Olivia para juntarse en su casa a conversar y mirar alguna película. Pero, realmente, lo que más quería era abrazarla, que se tiraran las dos juntas sobre la cama y, de ese modo, comenzar a contarle, entre risas de felicidad, todo lo que había ocurrido ese día en la librería de su mamá. Quería compartir con su amiga de toda la vida cada uno de los detalles que habían formado parte de ese momento impensado.

Prefirió llamar a Olivia al teléfono fijo de su casa. Le pareció que, si la encontraba allí, sería más probable que no se negara a acudir a su encuentro, ya que usar esa línea era el código que tenían para decirse que su cita debía ser impostergable. Así lo habían acordado luego de que, atentos a los problemas de alimentación contra los que batallaba Amelia, sus padres comenzaran a atreverse a poner en práctica su autoridad y, entre tantas medidas nuevas implementadas, incluyeran las requisas a su celular en búsquedas sorpresivas de mensajes de texto inapropiados. Por lo tanto, Olivia, que por más ánimo que tuviera por cuidar la salud de su amiga, también se preocupaba por mantenerle a salvo la intimidad, había propuesto ese código.

Pidieron una pizza, de la cual Olivia no dudó ni un momento en que Amelia no probaría ni un bocado. Pero, para su sorpresa y contrariando lo que hubiera apostado con cualquiera, Amelia comió dos porciones, una detrás de la otra, mientras relataba con entusiasmo y lujo de detalle todo lo sucedido esa mañana. Estaba distinta, radiante, rebosante de felicidad, como si de un momento para otro hubiera dado vuelta de página y regresado a su antigua plenitud, la de un par de años atrás. De todos modos, si Olivia no pasara la mayor parte del tiempo que estaban juntas mirando la pantalla de su celular, hubiera notado ya un par de días antes que su amiga estaba mejorando paulatinamente.

Lo mismo sucedió esa noche. Luego de compartir la pizza, una gaseosa y planear pedir helado, aunque nunca lo concretaron; Amelia comenzó con una reflexión que hizo que los ojos de Olivia se pusieran brillosos como dos bolas de cristal recién lustradas. Con frases que distaban entre sí con pausas aletargadas, habló sobre los cambios emocionales que se generaron en ella al darse cuenta de que estaba sucediendo ese pasaje intangible en el que un amor imposible, platónico, comienza a convertirse, muy lentamente, en una posibilidad real, más allá de que aún fuera temprano para hacerse grandes ilusiones. Su voz se paseaba por la habitación y se mezclaba con el aroma de la pizza, que todavía vagaba en el ambiente.

Hasta que, mientras estaban inmersas en esa aura de ternura y bienestar, la vibración del celular de Olivia desvió la atención de las dos durante un momento lo suficientemente largo como para cortar la intensidad de la charla, y se perdió la profundidad hasta la que habían llegado calando sus emociones.

Desde luego, siguieron conversando, por momentos abrazadas, tumbadas sobre la cama. O, de a ratos, una sentada, con la espalda sobre la pared, y la otra acostada en el suelo, con la cabeza sobre un almohadón y las piernas elevadas, apoyadas contra el placard. Risueñas, confesas, íntimas, las dos amigas celebraban los avances que el destino le había regalado a Amelia. Pero, igualmente, desde aquella aislada vibración en el celular de Olivia, en la que una notificación le indicaba que su amigo numérico le había escrito un mensaje directo, los minutos siguientes le habían ido dibujando una mueca dubitativa en el rostro.

En silencio, en secreto, para sus adentros, Olivia se debatía entre leer el mensaje o no, ya que era el primero que él le enviaba luego del momento contradictorio que habían tenido cuando salió a colación el tema del libro de Antony G. y desde ese día, en el que las cosas no habían terminado del todo bien, no habían tenido más contacto. Esa duda la fue distrayendo cada vez más. Hasta que, entre pausas, fueron sumergiéndose cada una en la pantalla de su celular, convirtiéndose en prisioneras de la necesidad urgente.

Amelia comenzó a mirar, una vez más, como lo hacía todas las noches, las redes sociales de Julián, ansiosa por encontrarse con una foto reciente y, de ese modo, revivir la sonrisa que había disfrutado, en persona, varias horas antes. Olivia, que buscaba alguna excusa estúpida para mostrarse firme y decidida, todavía no se había dignado a entrar en la conversación que, con mucho esfuerzo, estaba evitando en ese momento.

Ambas seguían interactuando entre sí, pero distraídas, tanto que, solamente, después de alguna pausa, se dedicaban una mirada efímera, como para asentirle una a la otra, como si fueran sólo un par de alumnos frente a un profesor.

Además de las llamadas al teléfono fijo, tenían otro código de amistad que consistía en no indagar en asuntos relacionados con los sentimientos, al menos hasta que la otra decidiera que era momento de liberarlos, lo cual sucedía siempre. Por ese motivo, Amelia fue incapaz de consultarle a Olivia acerca de quién era el emisor del mensaje que había recibido, aun sin siquiera estar segura de que se tratara de un chico. Solamente lo intuyó por los movimientos nerviosos que hizo su amiga al tomar el celular e intentar ocultar la notificación. Así que tuvo que guardarse la curiosidad, por más que, de tanto en tanto, le estaban inventando nuevas reglas a su pacto.

 Luego de un tiempo bastante prolongado, la pantalla bloqueada del celular de Olivia volvió a encenderse tras la llegada de una nueva alerta. Mirando de reojo, pero sin emitir comentario alguno, Amelia comprobó que su amiga no contestaba esos mensajes, pero creyendo que podría tratarse de su madre, le restó importancia. Igualmente, eso no evitó que la siguiera notando incómoda, como si estuviera cargando en sus hombros el peso de algo que la excedía. Eso sí que la sorprendió, porque Olivia era de las que nunca se aplacan por nada, de las que van por la vida enfrentando cada adversidad con valentía y sin más armas que la sabiduría que brota de sus palabras, que suenan expertas cuando están batallando.

Más tarde, cuando los ladridos de perros a lo lejos les hicieron advertir que habían entrado en altas horas de la madrugada, Amelia le propuso a su amiga que se quedara a dormir. De ese modo, las dos amigas se acurrucaron en la cama de una plaza hasta que el sueño las invadió. Mientras tanto, sólo habían conversado acerca de trivialidades.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora