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Desde niña, Amelia Miranda ayudaba a su mamá en la librería que tenía en el centro de la ciudad, frente a la plaza principal, un poco más allá del cine y a algunos pocos metros de la galería de tiendas. Para ella, pasar horas en el local no significaba un trabajo, lo tomaba como una diversión. Su madre, más que pedirle, ocasionalmente, que le hiciera algún recado, no le exigía mucho más. Así que Amelia solía pasar varias horas leyendo, sumergida en el universo de alguna historia romántica o repasando cuentos de misterio que había leído más de una vez. Algunas veces, tomaba un libro y cruzaba la calle para pasar el tiempo de lectura en el banco de la plaza que daba justo al frente de la librería, o sobre el césped, a la sombra de un árbol mientras el viento le volaba el pelo.


Cuando hacía poco tiempo que acababa de cumplir quince años, notó que, usualmente, los sábados a la mañana, solía llegar a la librería uno de sus compañeros de clase, Julián Rivero. Ese chico tímido, que generalmente esquivaba su mirada y la saludaba con voz muy baja, además de parecerle atractivo, le resultaba una persona interesante, ya que al oírlo hablar con su madre acerca de un libro que había elegido para llevar, lo hacía como alguien que ya leyó ese título y lo está analizando más que como alguien que comenzaría a leerlo. Parecía informarse antes de cada elección. Generalmente elegía autores norteamericanos clásicos, se lo notaba como un verdadero apasionado de ese tipo de literatura. Al marcharse, nuevamente, la saludaba con timidez, sin llamarla por su nombre, pero con una sonrisa inocente que a Amelia la volvía loca de ternura.


Una tarde, mientras Amelia elegía un libro para su momento de lectura, su madre le pidió que fuera a la farmacia a buscar un encargue. Era una de esas tardes de primavera en las que el clima es agradable para caminar con el sol sobre el rostro. A ella, que le gustaba realizar ese paseo de pocas cuadras cada vez que su madre se lo pedía, y, mientras lo hacía, mirar su reflejo en el cristal de las vidrieras de las tiendas por las que pasaba y pensar en que se sentía cómoda con su cuerpo. Ya no era una niña.

Ese día, al llegar a la farmacia, mientras esperaba ser atendida, subió a la balanza para controlar su peso y le pareció contar con un kilaje correcto para su altura. Una vez atendida, emprendió el regreso a la librería de su madre, con la bolsa del encargue entre sus manos, observando su cuerpo en el reflejo de las mismas vidrieras en las cuales lo hacía cada vez que transitaba aquellas veredas céntricas, colmadas de gente que se movía al ritmo de su necesidad.

Una semana después, su madre la envió, nuevamente, a la farmacia por un pedido que debía retirar. El camino de ida comprendió la misma rutina de siempre, en la que el reflejo en las vidrieras era lo que hacía entretenido ese trayecto. Esta remera me hace más delgada, pensó. Y, como al llegar a la farmacia tuvo que esperar su turno, se pesó en la balanza, intentando encontrar una excusa para no quedarse quieta. Notó que las agujas marcaban tres kilos menos que la semana anterior y le pareció curioso.

Ya camino de vuelta, no le presto atención, como otras veces, a su reflejo en los ventanales porque su esmero estaba puesto en deducir cuál había sido el motivo por el cual había adelgazado esos kilos. Poco más de una cuadra pasó cuando se dijo a sí misma que el motivo debía ser que había estado cenando un poco más liviano los últimos días. Espero que Julián lo note, pensó y sonrió. También, le pareció oportuno seguir con esa rutina de cena liviana. Al fin y al cabo, no le disgustaba verse un poco más delgada. Además, creyó que sería una buena idea controlar su ingesta calórica durante el resto del día, no sólo la de la cena. Y, juntamente con esa medida, le pareció una buena ocasión para llevar a su habitación la balanza portátil que tenían en su casa, guardada en el mueble del baño, la que había comprado su padre, prácticamente, de gusto.

Veinte días después, Amelia se miraba al espejo y se decía a ella misma que el plan para controlar su peso estaba dando resultado, pero que aún había mucho por hacer. Había bajado ocho kilos, pero no le parecía suficiente. Quería sentirse espléndida y libre, sin darse cuenta de que cada vez que subía a la balanza se encarcelaba un poco más en esa prisión sin rejas en la que se había encerrado inconscientemente.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora