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Una tarde de verano, Matilda caminaba sin rumbo, junto a dos amigas, por las veredas del centro. Eran las últimas horas de sol de un día de mucho calor. Tomaban un batido frío que habían comprado al pasar por la cafetería y hablaban de una cosa y otra, nada en particular. Cruzaron hacia la plaza un tanto apuradas porque venían autos a toda prisa luego de que cambiara el semáforo.

Mientras caminaban, ya en la acera, entre tanta concurrencia de gente a esa hora, Matilda vio, pegado a una columna, sobre otros afiches, un pequeño rectángulo de papel color amarillo que invitaba a formar parte de un taller de lectura de verano.

Paren, esto me interesa, le pidió Matilda a sus amigas. Se detuvieron y las tres miraron, abarcando el recorrido de esa vereda con la vista, y comprobaron que en todas las columnas de luz se encontraban papeles amarillos iguales a ese. Dale, anótate, le dijo una de sus amigas, justificando que ese taller seguramente le gustaría al ser ella tan amante de la lectura. Matilda, para no arrancar la hoja del poste de alumbrado, sacó su celular del bolsillo y le tomó una fotografía, así tendría los datos del lugar, el día y el horario para saber cuándo presentarse.

Luego de eso, siguieron caminando y conversando sin parar. Cada tanto, Matilda miraba de reojo y volvía a ver los papeles amarillos abrazados a las columnas de alumbrado, que iban perdiendo su color a medida que el sol terminaba de alejarse.


Al martes siguiente, un rato antes de las ocho con treinta de la tarde, Matilda llegó a la sala de talleres artísticos perteneciente a la iglesia cristiana del pueblo, que quedaba, justamente, en la misma cuadra de la iglesia, frente a la plaza, al lado del centro de deportes y de la casa de los sacerdotes de la ciudad, donde también funcionaba un comedor solidario. Casi toda la manzana dedicada al fomento de actividades religiosas, deportivas, culturales y sociales de mano del catolicismo. No es que Matilda fuera muy devota de la religión, pero sí lo era de la literatura y, de naturaleza inquieta, por lo menos, iba a probar a ver qué tal.

Al entrar en el lugar, Matilda se encontró con un conjunto de sillas en el medio del amplio salón, las cuales formaban un círculo, en un montaje similar al de un grupo de autoayuda. Había algunos lugares ocupados. Saludó sin timidez y tomó asiento en una de las sillas luego de que, aparentemente, quien sería en coordinador, le hiciera señas para que se sentara. Una vez en su lugar, comenzó a recorrer las caras de los demás con la mirada, curiosa por saber quiénes eran y si, por casualidad, había algún rostro conocido. Comprobó que, con catorce años recién cumplidos, era, por mucho, la más joven de todos.

En silencio, aunque algunos hablaban con el que tenían más próximo, y mientras el coordinador buscaba algo en su bolso, permanecieron por un tiempo más, esperando la llegada de algún otro interesado. Y así fue, entraron algunos más, completando un total de ocho concurrentes más el encargado de guiar el taller. Finalmente, comprobó que no había ningún conocido.

Cuando el coordinador lo creyó necesario, luego de carraspear, comenzó con el taller. Primero, con un saludo, luego, diciendo su nombre. Mientras hablaba, ya tenía en sus manos lo que, por lo visto, había estado buscando en su bolso, era un libro, el cual levantó en alto y propuso como primer material de lectura.

Como el objetivo del taller consistía, sin mucho más, en juntarse a leer (lo cual harían por turnos, en voz alta, pasándose el libro, al menos hasta que, quienes así lo prefirieran, se hicieran de un ejemplar de este) y, como cierre, antes de finalizar cada encuentro, comentar sobre lo que acababan de leer, les propuso no demorar mucho la introducción y ponerse manos a la obra. Antes de esto, solamente hicieron una ronda diciendo sus nombres, así podrían hacer más personal el encuentro. Somos pocos y no nos conocemos mucho, dijo, intentando que fuera gracioso. Matilda sonrío todo el tiempo, decorando al grupo con su juventud.

El coordinador comenzó leyendo el título de la obra y el nombre de su autor: El silencio más allá, de Antony G. Y, luego, leyó la contratapa y la reseña biográfica del autor. Como era de suponer, por ser un clásico de la literatura moderna, un par de participantes del taller ya lo habían leído, pero, de todos modos, decidieron quedarse, más que nada para participar del debate. Matilda, que aún no lo había leído, a pesar de ser una ávida lectora, recordó que en la biblioteca de su casa estaba ese libro, así que se sintió familiarizada con el título. Sin más preámbulos, el coordinador, dueño de una voz exquisita para la lectura en público, comenzó a leer el primer capítulo:

- Podría haber sido otro verano. Tal vez, uno menos caluroso y sin tanto espesor en las nubes. Pero fue ese. Tuvo que ser ese verano de temperaturas descomunales el que trajo el ruido y se llevó el silencio.

Pasaron casi cuarenta minutos y, de no ser por una breve pausa intermedia que generó alguien que ofreció café, el coordinador leyó sin parar, levantando la vista en cada punto y aparte sólo para buscar un rostro que asintiera. Compenetrado en la narración, saboreando cada palabra como si nunca hubiera leído ese libro, los mantuvo a todos sumidos en la expectativa del qué pasará, ansiosos por más, pidiendo que continúe sin decirlo, solamente dándoselo a entender con sus miradas expectantes, repletas del brillo propio de la novedad.

En ese estado, también, se encontró Matilda, quien, tal vez, de haberse animado, hubiera buscado con su celular alguna palabra que le pareció desconocida, pero no lo hizo para no distraer a los demás. Decidió, entonces, intentar recordar esas palabras para luego buscarlas en el diccionario en su casa, ya con el ejemplar que había en su biblioteca entre las manos.

Una pausa en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora