CAPÍTULO 36

182 15 4
                                    

Faith.

-Así que estuvisteis a punto de hacerlo, pero te agobiaste – concluye Damla, batiendo la clara de huevo tal y como le he pedido para hacer merengue. Las tres, Azra, Damla y Gamze me están ayudando a preparar los dulces que hay que llevarle a mi madre a la tienda, más que nada porque sola no acabaré hoy ni cocinando las veinticuatro horas que tiene el día.
-Básicamente – confirmo, decorando las magdalenas con sabor a mango con una confitura de color naranja (gracias al colorante alimenticio), para luego añadirle algunos trocitos de mango -. Y luego me dijo que me esperaría todo el tiempo que necesitara. Fue súper dulce, pero me sabe mal porque sé que a él le apetece mucho hacerlo.
Decirle a Can que soy virgen fue un poco extraño. No porque me avergonzara de ello, ni mucho menos, sino porque no quería que pensara que no me apetecía acostarme con él, cosa que sí me apetecía. El problema es que cuando quiso desabrocharme el pantalón me agobié y me vinieron a la cabeza las anécdotas de las primeras veces de Bea, Melisa, Raquel, Damla y Gamze (estas dos últimas no hace mucho), que al parecer fueron bastante dolorosas, y me entró el pánico.
-A ver, ¿a ti te apetece acostarte con él? ¿Le deseas? – interviene Gamze -. ¿Más vainilla?
-¡Claro que quiero acostarme con él! – exclamo y pruebo la masa para las tartaletas de vainilla -. Echa dos gotas más. Y sí, le deseo, mucho. Pero me agobia pensar que pueda ser muy doloroso y todo eso.
      -A ver, es doloroso y un poco incómodo, porque a mí me dolió – aclara Gamze -, pero es una sensación increíble, Faith. Y si se comporta como Engin, que ya lo creo que sí porque son hermanos, va a estar pendiente de que estés cómoda y disfrutes cada segundo.
     -Además, después de la primera vez todo es puro placer – añade Damla-. Tú no te comas la cabeza. Cuando surja y estés lista, se lo dices y Can estará más que encantado de empotrarte.
     Le lanzo el paño de cocina por su tono bromista.
     -Idiota.
     -¿Qué? Es que me hace gracia que te asuste tu primera vez, cuando eres capaz de decirle a un tío que te saque medio metro que es gilipollas – dice.
     -Ya, misterios de la vida. ¿Y tú qué tal con Cihan, Azra? – decido zanjar el tema.
     -Bien, supongo – contesta, metiendo las magdalenas que están listas en las bolsitas que Can ha diseñado y que trajo hace un par de días -. Ayer me besó.
     -¡Eso es genial! – Gamze, Damla y yo exclamamos al unísono -. Siendo Cihan es un avance increíble – añado -. Qué bonito todo, de verdad.
     -Por cierto, ¿ya le has dicho a tus padres que vas a pasar el fin de semana en casa de Can y que te quedarás con él durante los quince días que tu familia va a estar aquí? – me pregunta Azra, volviendo al tema.
     Asiento.
     -Sí, a mi padre al principio no le hizo mucha gracia, pero entre que Can le cae genial y que mi madre accedió sin problema, no ha puesto ninguna pega – contesto.
     Seguimos preparando los dulces y cuando los metemos en el horno, llevamos a la tienda de mi madre los que están listos para que pueda venderlos. Es un no parar, porque caen como moscas. Casi no doy abasto para prepararlos. Cuando terminamos de hacer todo lo previsto para el día de hoy, preparamos el almuerzo juntas y comemos con mis padres. Luego pasamos el resto de la tarde viendo películas en el salón de casa, comiendo palomitas, chucherías y chocolate, hasta que llegan los chicos y, por una vez en la vida, accedo a pedir comida a domicilio porque estoy reventada por haber estado cocinando todo el día.

El viernes por la tarde estoy preparando las cosas que tengo que llevarme a la casa de Can, cuando él entra en mi habitación vestido con una camiseta de manga corta blanca, un vaquero negro, unas botas, las gafas de sol colgadas de sus collares y dos anillos de plata en cada mano. Está para comérselo.
     <<Podrías habértelo comido el otro día y no quisiste>>, se burla mi cerebro. ¡Cállate, imbécil!
     -Hola – sonrío y me acerco a darle un beso en los labios.
     -Hola, amor. ¿Ya estás lista?
     -Sí, sólo me queda coger un par de cosas del baño. Un segundo – corro al baño y cojo la férula de descarga y el cepillo de dientes y los guardo en la bolsa de viaje.
      Can está ojeando uno de los libros de mis estanterías y está tan guapo que no puedo resistirme a coger el móvil y hacerle un par de fotos sin que se dé cuenta, o eso creo, porque cuando se gira me dice:
     -Te he visto – entrecierra los ojos y luego sonríe -. ¿Nos vamos ya?
   -Tenía pensado ducharme, pero te has adelantado – le digo.
     -Pues te duchas en mi casa.
     -¿Has hablado con Engin y tu padre sobre lo de la semana que viene? – le pregunto, viéndole coger mi bolsa de viaje.
     -Sí, y dicen que estarán encantados de que te quedes en casa. Te dije que les encantaría la idea.
     -Vale, pues vámonos. Ah, el libro, espera – rebusco entre las cosas de mi escritorio y cojo el libro que me dejó el otro día -. Es muy bueno.
     -Te dije que te gustaría – sonríe y sale de mi habitación.
     Mis padres están en el salón viendo la tele y se levantan cuando nos ven aparecer.
     -¿Ya os vais? – pregunta mi madre.
     -Sí, Can me traerá el domingo por la tarde – contesto -. ¿Hay cosas de sobra en la tienda o necesitas que haga más durante el fin de semana?   
     -Relájate, cariño. Hay de sobra, pero si se acaban, no pasa nada porque los clientes esperen unos días – me dice -. Venga, iros ya y divertíos.
     -Faith, ¿puedes venir un segundo? – pregunta mi padre, haciéndome señas para que vaya a su habitación.
     -Yo voy a llevar esto al coche – me dice Can a lo que yo accedo.
     Can baja las escaleras, seguido por Sam y yo voy hasta donde está mi padre.
     -Dime.
     -Ten cuidado y toma precauciones siempre, que no quiero ser abuelo tan pronto – me pide -. ¿Me he explicado?
     -Sí, papá. Y por si te sirve de consuelo, sé lo que tengo que hacer y sigo siendo virgen. ¡Hasta luego! – canturreo lo último.
     -¡No quiero saber si sigues siéndolo o no, sólo quiero que te cuides! – me grita, mientras yo me río bajando las escaleras.
     Me encuentro a Sam sentado junto a la puerta, esperándome.
     -Hoy no puedes venirte, Sam - le digo, a lo que él contesta con un sollozo lastimero -. Te prometo que volveré muy pronto y te haré galletas nuevas, ¿vale? – eso le hace levantarse y ladrar contento -. Hasta el domingo, pequeño – le beso el hocico y cierro la puerta de casa -. Vámonos – le digo a Can con una sonrisa.
     Nos subimos a su coche y conduce hasta su casa, mientras escuchamos canciones en la radio, nos damos besos y nos agarramos de la mano la mayor parte del trayecto. Una vez aparca el coche y nos apeamos, coge mi bolsa y saca las llaves del bolsillo de sus vaqueros para abrir la puerta.
     -Usted primero, bella dama – me dice, haciendo un ademán.
     -Gracias, buen señor – le sigo el rollo.
     Cierra la puerta cuando entra y nos encontramos a Engin en el salón haciendo algo en su ordenador.  
     -Hola, Engin – lo saludo.
     -Hola, guapa cuñada – dice, levantando la mirada del ordenador y sonriendo -. Hermano – le dice a Can como saludo.
   -¿Todavía estás liado? ¿No se supone que estás de vacaciones? – pregunta Can, quitándose las gafas de sol y soltándolas encima de la mesa.
     -Un director general nunca descansa, hermano – contesta Engin.
     -Ven, amor, vamos a dejar tus cosas en la habitación – me dice Can.
     Le sigo por el pasillo y me lleva hasta su enorme habitación. Suelta mi bolsa en su cama y se sienta en el colchón.
     -Puedes colocar las cosas donde te parezca. Aquel armario es todo tuyo – lo señala – y puedes coger y mover lo que quieras. Todo lo mío es tuyo – sonríe.
     -¿Estás seguro de que quieres que invada tu espacio personal de esa manera? Porque puedo ser un incordio si me lo propongo – bromeo, aunque tengo un nudo enorme en la garganta al saber que voy a dormir en su cama y junto a él.
     -Pues espero que seas un enorme incordio durante el resto de mi vida – me dice en un tono lleno de amor, acompañado de unos ojos oscuros y brillantes.
     -De todas formas tampoco he traído demasiadas cosas, así que puedo dejarlas en la bolsa - intentó disimular que el corazón se me ha puesto a mil.
     -Colócalas, es más cómodo. Quiero que te sientas como en casa. Además, así coges confianza para los quince días que vas a dormir aquí y que estoy deseando que lleguen – dice.
     Accedo y abro la bolsa de viaje y empiezo a sacar cosas. Coloco la ropa en el armario que me ha dicho, los zapatos los pongo en el zapatero que hay en la parte baja y la ropa interior en un cajón. Tampoco es plan que mis bragas estén ahí a la vista. Y lo hago todo bajo su atenta, intensa y oscura mirada llena de felicidad y amor.
     -¿Qué pasa? – le pregunto un poco sonrojada cuando no deja de mirarme fijamente.
     -Que llevo soñando con verte colocar ropa en mi habitación desde que te conocí – contesta -. Y me encanta la sensación.
     -A mí también. Voy a colocar esto en el baño – le enseño el cepillo de dientes y la férula de descarga.
     -Todo tuyo, amor mío – se hace a un lado para dejarme paso.
     Entro en el baño y dejo mi cepillo en el vaso de cristal donde está el suyo y pongo la funda con la férula justo al lado. Entonces me detengo y veo su perfume: Sauvage de Dior. Si es que tenía que ser un perfume de los buenos para que le quedara tan bien.
     <<No lo hagas, que te veo venir>>, me advierte mi mente.
     -Tengo que hacerlo. Ya es cuestión de necesidad – murmuro.
     Cojo el bote de perfume y me echo un poco en la muñeca para olerlo. Aspiro el olor del perfume que Johnny Deep anuncia cada dos por tres en la tele y casi me caigo de culo por lo bien que huele. ¡Dios santo bendito! Pero no, falta algo. Falta...
     -¿Qué haces? – me pregunta Can desde la entrada del baño, con las manos metidas en los bolsillo y expresión divertida.
     Falta él.
     -Necesitaba saber qué perfume usas – me defiendo -. Desesperadamente. Pero es que falta algo – doy unos pasos hacia él con él bote en la mano -. ¿Puedo hacer una cosa? – pregunto un poco tímida.
     Can asiente y entonces le echo un poco de perfume en el cuello, para ponerme de puntillas y aspirar el olor de su piel. El perfume y su ya de por sí embriagador aroma se mezclan y crean ese olor tan maravilloso e intenso que me hace la boca agua.
     -Ahora sí – digo, separándome con una cara de boba que hace que Can me pellizque los labios y me bese -. Pienso comprarme un bote y rociar mi habitación cada mañana con él.
     -Entonces ahora tendrás que decirme cuál usas tú para hacer lo mismo. Porque me vuelve loco cómo hueles – se muerde el labio inferior y a mí me entra un calor un tanto incómodo, pero placentero.
     -Está... está en la bolsa – tartamudeo.
     Can sonríe y va hasta ella. Rebusca dentro de los bolsillos hasta que encuentra el bote de Clandestine de Pacha Ibiza. Y lo que hace no es olerlo de mi cuello como he hecho yo con él, si no rociarlo encima de su sudadera favorita, la cual saca del armario.
     -Así cada vez que me la ponga, olerá a ti – sus palabras son tan dulces y románticas que se me acelera el corazón y me enamoro de él un poquito más, si es que eso es posible.
     Me abrazo a su pecho y él me rodea con los brazos en un cálido abrazo de oso. Me besa el pelo y me dice que me quiere a lo que yo le contesto con un beso en el pectoral izquierdo, justo encima de su tatuaje y de su corazón.
     -¿Tienes hambre? – me pregunta.
     -Yo siempre tengo hambre, Can – contesto.
     Él se ríe.
     -Pues andando, bombón – usa otro apelativo.
     -¿Cuántos apodos tienes para llamarme?
     -La lista es larga, pero preciosa como tú – me da un beso y entrelaza nuestros dedos para llevarme hasta la cocina.
     Le preguntamos a Engin si quiere cenar y se ofrece a ayudarnos a cocinar. Sin embargo, cuando voy a coger el cuchillo, Can me lo quita de la mano y me aparta.
     -Hoy cocinamos Engin y yo. Eres nuestra invitada. Así que relájate y disfruta de nuestro talento – dice Can, sentándome en una de las banquetas de la isla.
     -Igual te servimos de ayudantes cuando abras tu restaurante – añade Engin colocándose uno de los delantales.
     -¿Seguro que no queréis ayuda? – les pregunto -. De verdad que no me importa.
     Una chef está para cocinar, ¿no?
     -Tú ponte cómoda. Dúchate, si quieres, mientras nosotros preparamos esto – me sugiere Can.
     Me encojo de hombros.
     -Vale. ¿En tu baño? – le pregunto.
     -Sí, por favor – sonríe como un niño -. Las toallas están en armario de la derecha.
     Asiento y salgo de la cocina en dirección a su habitación. Cojo unos pantalones de deporte con estampado militar, una camiseta de manga corta negra con el logo de Bon Jovi, unas bragas, calcetines y decido volver a ponerme las deportivas que llevo.
     Cierro la puerta corredera del baño (no del todo para que le vapor no me asfixie aquí dentro), saco una toalla limpia del armario que Can me ha indicado y enciendo el grifo antes de desnudarme, recogerme el pelo en un moño despeinado y meterme en la ducha. Qué bueno sería tener en casa mi propio baño también. La de quebraderos de cabeza que se ahorraría una. Me introduzco bajo el chorro de agua caliente y miro cada rincón de la ducha, siendo consciente de que Can se ducha cada día aquí, que se lava con estos jabones, que se seca con esa toalla que hay colgada del perchero... Esto es como un sueño.
     Sonrío, enamorada, y me lavo mientras tarareo canciones al azar.

Y SIN ESPERARLO TE ENCONTRÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora