Leucipe despertó con la deliciosa sensación de la seda contra su piel desnuda. Hacía horas que las melissaes se habían levantado y trabajaban en los jardines de Deméter. Leucipe consideraba que el nombre les venía perfecto: eran abejas (melissaes significa abejas). Obedientes, precisas y ordenadas, prodigaban sus vidas inmortales en realizar con silenciosa devoción tareas y tareas destinadas únicamente al bienestar de su reina. Qué maravilloso habría sido verse embriagada de ese gozo por la servidumbre que ellas procesaban.
Alargó el brazo hasta una cesta llena de frutas cítricas para pelar una mandarina, y su olor ácido inundó el Palacio de Seda. Miró el cielo a través de las vaporosas telas del cenador, saboreando el jugo de los gajos. Era tan placentera aquella calma.
Notó como Melisa atravesaba las aguas del lago en la hermosa barca de madera blanca decorada con guirnaldas, pero ni siquiera se molestó en aparentar pudor cuando entró y la vio remoloneando en la cama de la hija de su señora.
Melisa pasó su vieja mirada por todo el cenador. Poco quedaba que recordarse que aquel fue el hogar de Perséfone, Leucipe se había encargado de eliminar todo rastro de ella; había podado y arrancado cada flor, rapa y helecho que crecía entre los armazones de madera del suelo, los libros estaban colocados en perfecto orden en la estantería y las bagatelas inservibles que Perséfone recogía del bosque como amuletos y que acumulaba olvidados en el desorden los había hecho desaparecer como si nunca hubieran estado ahí. Leucipe Incluso lijó las tallas en las paredes que Perséfone había grabado desde pequeña.
Melisa frunció sus finos labios con desaprobación, y su cara se llenó de surcos como la corteza envejecida de los árboles. Si alguna vez la reina de las abejas había sonreído para alguien más que no fuese a Deméter y a su hija, Leucipe estaba segura de que no fue para ella.
—Hela aquí, al fin —pronunció con su rancia voz zumbante—. Veo que te has hecho rápido con el Palacio. Bueno, ya que tienes tanto tiempo libre, me pregunto por qué estás holgazaneando en vez de ayudar a las demás con los campos.
Leucipe hizo rodar los ojos.
—No soy una de tus abejas, Melisa.
—Oh, sí, la Dama de Pergusa —se rio Melisa—. Aunque de dama tienes poco. ¡Es todo un privilegio que la señora te escogiera como acompañante de su amada hija, teniendo en cuenta que te desterraron del Olimpo! La señora pudo haberse creído tus patrañas de ninfa martirizada, pero yo sé que no eres ninguna víctima. Conozco a las de tu calaña. Y aún así, te crees mejor que mis pequeñas y trabajadoras ninfas. —La vieja era talentosa para meterse en la vida ajena sin descuidar la suya propia, y disfrutaba enseñando cómo llevar la de los demás con duras órdenes—. Tifón ha sido reducido de nuevo en Etna y la campaña ha terminado. La señora vuelve a los jardines. Así que levanta ese trasero perezoso, ¡ayudarás como las demás! ¡Claro que lo harás, la Gran Madre será testigo de ello!
La noticia le revolvió el estómago a Leucipe. Se había ilusionado con la esperanza de que la stratego Atenea se tardaría como mínimo medio año en contener a Tifón, como había ocurrido la última vez que despertó; eso habría mantenido a Deméter fuera de los jardines durante mucho, mucho tiempo. «Medio año sin Deméter pendiente de cada brizna de hierba de su jardín. Medio año sin Perséfone metiéndome en problemas. Medio año de felicidad». Había soñado demasiado y la señora regresaba.
Luecipe quería poder responder visceralmente a las acusaciones de Melisa, pero sabía que a esa vieja amargada le sobraría el tiempo para ir a contarle a Deméter si no la obedecía. Así que, se levantó y se vistió pesarosamente una túnica y calzado apropiado para el campo.
En los cultivos de trigo, las melissaes se mecían sobre sus esbeltas piernas al rastrillar la siega en hileras para que se secase. Melisa colocó a Leucipe con un pequeño grupo conformado por la oréade Nomia y tres de sus hermanas oceánides: Briseida, Rodia y Feno.
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Perséfone. La muerte de la primavera
RomanceHabía intentado ser una buena y obediente hija, pero la primavera no puede ser domada y sólo tiene sentido con la muerte. Perséfone se abrirá camino en un mundo plagado de dioses más crueles que los monstruos, llenos de secretos, intrigas y romances...