—Ni se te ocurra llevártela, Hermes —ordenó Hera, con una voz acostumbrada al poder.
Hermes se quedó petrificado, incapaz de desobedecerla. Había empalidecido del pánico y Perséfone supo entonces que Hermes no la ayudaría. Le pedía perdón a través de la mirada que intercambiaban, un sentimiento de culpa engullía todo su ser.
Sentada en el palanquín de oro que su fiel gigante de cien ojos Argos cargaba al hombro, la reina del Olimpo miró a los presentes con sus ojos afilados y azules como una noche sin estrellas y esbozó una sonrisa retorcida en sus labios rojos.
«Hera es temible, bella y temible. Y cruel» se amilanó Perséfone al contemplarla. La sangre de los titanes reyes corría por sus venas, no cabía duda.
Argos dejó el palanquín en el suelo, Hera se levantó. Llevaba el cabello castaño sujeto en un hermoso recogido engarzado en perlas y zafiros, coronada con la alta diadema real, y vestía en una toga color zafiro que se ceñía sobre sus enormes pechos, apretados y erguidos debajo de una capa verde esmeralda hecha de plumas de pavo real. Se acercó a Perséfone, y su capa se deslizó por el suelo detrás de ella; era tan larga que al caminar parecía una sirena deslizándose en el mar.
Afrodita seguida de Apolo ingresaron entonces en el patio; al ver la escena, Afrodita corrió hacia donde estaba Perséfone para cubrirla entre sus brazos. Apolo, a su vez, se adelantó hacia la reina para suplicar piedad por la joven bastarda.
—¡Parad, su Hermosísima Majestad! —rogó.
—¿Por qué debería? —los ojos de Hera brillaron con la misma fiereza que una vez Perséfone vio en el rostro del príncipe Ares. Una mirada que fulminaba su centro de emociones hasta que sólo pudiera sentirse hueca, el cascarón vació de una diosa que una vez fue algo más que promesas.
—Es la hija de la señora Deméter...
Hera soltó una risa fría y clara, como el estallido del agua congelada en un río al romperse por la corriente. Luego dijo, señalando a los presentes:
—¿Acaso está ella aquí? —preguntó exultante.
—Si se enterase...
—Deméter es basura, escoria, inmundicia —escupió Hera—. Nunca ha tenido la voluntad de enfrentarme —observó a Apolo con una cínica sonrisa—. ¿O acaso serás tú quién lo haga por ella? —se acercó amenazadoramente. Su rostro ensombrecido con la ira a punto de detonarse—. Suficiente clemencia que he tenido con dejarte existir, aquí, en el Olimpo, como si fueras uno de mis hijos. Pero igual no fue suficiente, igual crees que mereces más —Apolo agachó la cabeza con mansedumbre y Hera se complació de su propio poder—. Eso pensé, hay que recordarte cuál es tu lugar.
Hera hizo un gesto y, del mismo modo que si fuesen mascotas bien entrenadas, a su señal Apolo y Hermes se postraron ante ella en el suelo, inclinando sus cabezas hasta que sus cabellos rozaron el suelo. No satisfecha, Hera miró a Afrodita, y ella soltó a Perséfone con la tristeza de que nada podría salvarla, mientras se reverenciaba también ante su reina.
—Basta, Hera. ¿Qué clase de espectáculo es éste? —intervino Hades, furioso—. ¿Así tratas a tus súbditos? ¿A través del miedo?
—Ella no es mi súbdito —Hera soltó una risita desdeñosa fijándose en Perséfone—. No interfieras en esto, Hades.
—No —Hades se acercó a Apolo y le posó una mano para que se irguiera—. Había oído hablar de lo que le hacías a los bastardos de Zeus, pero me decepciona saber que por una vez los rumores son ciertos. Tu envidia y tu brutalidad no te ganarán el amor de tu gente... ni el de tu esposo rey.
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Perséfone. La muerte de la primavera
RomanceHabía intentado ser una buena y obediente hija, pero la primavera no puede ser domada y sólo tiene sentido con la muerte. Perséfone se abrirá camino en un mundo plagado de dioses más crueles que los monstruos, llenos de secretos, intrigas y romances...