CAPÍTULO 45. El Tártaro.

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Perséfone llevaba horas encaramada a la rama de un árbol que crecía al borde del mirador de los jardines reales. Le gustaba ese sitio porque podía ver todo Báratro alzándose tras la orilla del lago Aquerusia; el mundo subterráneo era un lugar extraño y misterioso, pero también lleno de belleza y magia. Era el hogar que le había dado Hades, pero Perséfone se preguntaba si realmente había lugar para ella ahí. «Sólo me ven como una extranjera bañada por el sol» pensó al recordar las palabras de Érebo. 

Para sofocar sus pensamientos, tallaba un trozo de madera que había robado del cobertizo, junto con un cuchillo, pero la discusión del día anterior seguía resonando en su cabeza. La libertad que Hades le había entregado tenía un precio, un precio que cuando Perséfone creía que empezaba a entender, resultaba ser más complejo. No sólo se trataba de que el rey había sido flechado por una bañada por el sol, de haber tomado bajo su protección a la hija de la Anesidora o de raptar a la prometida del príncipe Ares, era también ir en contra de la voluntad del anax. Hades había expresado que su lealtad estaba con su hermano Zeus, incluso si eso implicaba tener que hacer concesiones. Perséfone suspiró, sabiendo que no había respuestas fáciles. La política y la moralidad se entrelazaban en un laberinto complicado, y ella estaba atrapada en medio.

La figura de una mariposa comenzaba a tomar forma en la madera bajo sus manos y la luz iridiscente que emitían las hojas del árbol le daba un aura mágica a las alas. Perséfone nunca antes se había metamorfoseado usando su propio poder, ni siquiera sabía que podía hacer tal cosa. Recordaba maravillada la sensación de desvanecerse en magia pura y elevarse por los cielos, volando ligera, sin límites, dueña de sí misma. Aún notaba el ardor en los dedos. Había intentado volver a metamorfosearse, pero no había conseguido nada.

El sonido de los cascos de caballo sobre la hierba interrumpió su paz. Perséfone detuvo su trabajo, y se tensó al ver el jinete acercándose, montado en un corcel infernal con crines de fuego, escamas negras y ojos rojos.

—Cuando te aconseje que debías aprender a bailar en las intrigas de la corte, no me refería a que montases un espectáculo en un juicio de vida, contrariando la autoridad del mismo senescal, pecosa —dijo Flagetonte al llegar a su altura.

Perséfone lo miró con desaire desde la alta rama.

—¡Oh, cállate! —le arrojó molesta la figura de madera.

Flagetonte la atrapó al vuelo con una mano ágil y la observó detenidamente, admirando su perfección.

—Eso sí, debo reconocerte el punto dramático —dijo él con una sonrisa burlona y le devolvió la talla en un lanzamiento suave—. Por suerte, el reino estaba demasiado entretenido admirando mi trabajo sobre ese mortal.

A Perséfone no le gustaban sus miradas ni sus sonrisas cargadas de significados y sobre todo el leve tono burlón con el que hablaba y respondía a las preguntas.

—¿Y tú también disfrutaste trabajando sobre ese mortal?

—No tengo por costumbre disfrutar mi trabajo. Pero no se puede negar que se me da bien.

—¿Qué seas un torturador eficiente es algo de lo que deba sentirme impresionada?

—La eficiencia es importante en cualquier trabajo, pecosa. —Flagetonte arqueó una ceja—. Y no hay nada de malo en ser bueno en lo que uno hace.

—No me importa cuán hábil seas en tus actos sádicos, no me interesa ser parte de ellos. Vete a otro lado con tus juegos perversos.

—Ah, pero, ¿quién ha hablado de juegos perversos? —Los ojos fatuos de Flagetonte brillaban de diversión—. He venido a proponerte que me acompañes, pecosa. Hay algo que quiero enseñarte. No te prometo que no sea algo perverso, pero te aseguro que no será un juego.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora