CAPÍTULO 4. La fiesta de Dioniso.

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—¡Hermes, para! —Afrodita le sonrió con complicidad, escabulléndose de sus brazos antes de que la besará.

En su escape, Afrodita se volteó a verlo, sólo para asegurarse de que Hermes no la perdía de vista, mientras trotaba hacia la gruesa raíz de un árbol anclado en la orilla del lago. Se sentó en ella, mientras sátiros bailaban y tocaban sus flautas de pan y las nisíades se acercaban con bandejas de oro llenas de frutos y vino. A su alrededor, la comitiva de Dioniso daba honor a su anfitrión en una orgía de alcohol, comida, música y sexo.

Los humores le cambiaron bruscamente y la envidia la asaltó al ver a Ares retozarse con las ninfas Córonide y Félise a cada brazo, en las aguas del lago.

Ares era tan corpulento y fuerte que sorprendía su andar ligero, de una elegancia sublime. Se equiparaba al de una pantera. Desde hacía unos días, lucía una cuidada barba que le otorgaba un aspecto más maduro de lo que realmente era. Sin embargo, sus ojos, llenos de fuego e ímpetu, delataban su auténtico espíritu. Ningún ser, inmortal o no, había logrado que Afrodita se estremeciera en la cama como Ares lo había hecho cuando la visitaba furtivo en las noches.

Tras varios intentos de llamar la atención del dios del conflicto, adoptando distintas posturas, destendidas pero sugerentes, Afrodita se dio por vencida al ver que Córonide le hacía una zambullida a Ares y éste, en respuesta, la alzaba con sus viriles brazos por encima de su cabeza y la atormentó con dejarla caer. La estúpida ninfa fluvial suplicó entre risas su perdón y Ares la bajó, estrechándola en su pecho para besarla. Después, Félise se unió a ellos dos, embriagados por la fiesta de Dioniso.

Generalmente, Afrodita adoraba las fiestas de Dioniso; eran sus mejores momentos para brillar, lejos de la moribunda mirada de su tullido marido Hefesto, siempre encerrado en su yunque, trabajando en la fragua. Antaño, Afrodita se habría adentrado en el lago desnuda para unirse al trío de Ares y destacaría por encima de esas vulgares ninfas.

Pero desde que Hefesto había descubierto a Afrodita con Ares y lo encadenó desnudo con una red mágica, para arrastrarlo por todo el Olimpo por su ofensa, Ares se había sentido brutalmente humillado y le había rechazado como amante.

Casada con el dios más horrendo e ignorada por su propio amante, Afrodita se preguntó si podría existir mayor ironía que la suya, mientras sacudía sus hermosos y abundantes cabellos rubios.

—¡Oh, Afrodita! —Hermes se acercó de nuevo a ella y con el dedo índice le acarició la espalda—. Huyes de mí sólo para quedarte aquí tan sola, tan apagada.

Afrodita ignoró su malicioso comentario y siguió recogiéndose el cabello con una cinta de plumas de cines blancos, fría cual escultura de hielo. Hermes le arrebató la cinta y le sonrió de manera deslumbrante. Seguro de sí mismo, se posicionó detrás de ella y, con sus encallecidas manos, comenzó a entretejerle los cabellos con la cita.

Por su naturaleza mensajera, Hermes viajaba entre los mundos de los inmortales, los mortales y los del más allá, así que nunca se bañaba en las aguas de la juventud de Hebe. Si bien su propio poder lo mantenía eternamente imberbe, con la piel suave en un cuerpo atlético, ningún dios en el Olimpo tenía las manos tan duras y ásperas como Hermes, ni siquiera Ares o el bruto de Hefesto.

—¿Por qué me atormentas así, Afrodita? —insistió, aprovechando cada mechón rebelde para acariciarle el cuello, los hombros, las orejas o la espalda—. ¿No crees que todo ser merece probar el amor?

—¡Ja! ¿Me amas? —río ella divertida. Luego, sintió el peso y el calor de él sobre su espalda; con las manos aún sobre su cabello, Hermes le susurró al oído:

—Sólo un estúpido se atrevería a no amarte.

Su mirada acompañó a la de Afrodita y observaron como Ares embestía brutalmente a Félise, alzándola con sus brazos sobre su cadera, mientras Córonide lo besaba, acariciándose a sí misma, deseosa de su turno.

—Un estúpido, sí —suspiró Afrodita, sin apartar la mirada—. Un estúpido como aquel que se atrevería a creer en las palabras del dios al que veneran los ladrones.

Hermes chasqueó la lengua, divertido; tomó distancia y siguió peinándola.

—No es culpa mía ser un referente —bromeó. Terminó su recogido al tiempo que Afrodita se giraba hacía él. Hermes le besó en la nunca y luego en el hombro.

Ella lo miró, satisfecha de sus atenciones, y le tomó el rostro entre sus manos. Hermes era hermoso, pero no el más bello. De serlo, Afrodita lo odiaría.

—Entonces, deberías tener cuidado, Hermes —acercó sus labios a los de él—. Porque si hay algo más injusto que la guerra o el hambre, es el amor.

Hermes ensanchó su sonrisa y cerró los ojos, dispuesto a recibir el beso, pero en su lugar sintió el frío de su ausencia cuando Afrodita retiró las manos de su rostro y se levantó para ver curiosa a la recién llegada al monte Nisa.

Era una joven deidad femenina, de piel lechosa moteada con pecas en los hombros, las rodillas y en la cara redonda. Sus ojos negros como dos pozos parecían los de una gacela, y de su ondulada cabellera cobriza, larga y enmarañada, se posaban mariposas y abejas para beber de las flores que brotaban de ella. Caminaba descalza, con harapientas túnicas de campesina, tenía costras en las piernas desnudas y tierra enterrada en los más profundo de sus uñas. Iba escoltada por una ninfa oceánide, de acuosos cabellos y cuerpo esbelto, quien miraba a los alrededores nerviosa e inquieta, observando la fiesta que se extendía por toda la pradera divina.

—¿Quién es ella? —preguntó Afrodita a su acompañante.

Hermes se hallaba tan sorprendido como ella.

—Reconozco a la ninfa, es la oceánide Leucipe, señora del lago Pergusa. Sirve a Deméter en los campos de Enna. Pero a la otra inmortal... Nunca antes la había visto —admitió con intriga.

—¡Eso sí es nuevo! —celebró la hermosa diosa—. Por fin algo interesante.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora