CAPÍTULO 16. El mayor de los aburrimientos.

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—Entonces Pan tuvo la audacia de comparar su música con la mía, retándome a un duelo —Apolo se detuvo para beber de su copa dorada—. Pan tocó su flauta ¡y no miento cuando digo que su rústica melodía me dio gran satisfacción! Pero en cuanto pulsé las cuerdas de mi lira, el mismo Pan me declaró vencedor.

Perséfone se paseaba por la sala de los trofeos admirándola. Aunque Apolo eran un gran orador, ya conocía la historia. La verdad, es que incluso sin conocerla, se parecía a todas las demás que había narrado sobre sus duelos musicales: todas acababan con su aplastante victoria. Sin embargo, la multitud de obsequios que guardaba era maravillosa. Se quedó fascinada con una corona de aro radiante que el mismo Helios había creado en su honor, arrancando rayos al sol para confeccionarla

—¿Más vino, dulce Perséfone? —le preguntó de pronto. Ella negó con la cabeza, silenciosa como había permanecido toda la velada. Apolo arqueó una ceja y sonrió—. ¡Pero si aún ni has bebido de la primera que te serví! El viñedo de Pan no ofrece un vino tan... delicado como el de Dioniso, pero es bastante fresco, para ser cultivado por un dios de los pastores. Debes probarlo.

Apolo hizo un gesto, y su criado, Cipariso, un muchacho de rostro aniñado hijo de una de sus musas que miraba a Apolo con ojos celosos de atención, corrió para llenar la copa de su señor del tonel de madera para la crianza de vino que Pan el dios sátiro de los rebaños y la fertilidad le había entregado a Apolo después del concurso que le relataba. El aroma del vino inundó la sala de los trofeos. Apolo brindó su copa con la de Perséfone alzándola al cielo y la llevó a sus labios, esperando que Perséfone siguiera el ejemplo.

Ella sonrió con educación y bebió un pequeño sorbo para complacer a su anfitrión. El sabor era salvaje y dominante, y se relamió lo labios con regusto.

—¡Es delicioso! —exclamó—. Me gusta más incluso que el de Dioniso.

Apolo se extrañó ante su declaración, obviamente en total desacuerdo, pero enseguida retomó la compostura, y agradado bebió entonces para continuar hablando:

—Te estaba contando sobre mi duelo con Pan. El caso es que todos estuvimos satisfechos con el resultado, menos el rey Midas que disintió. El rey era un ferviente seguidor de Pan, ¡se negaba aceptar su derrota, acusándome de haberlo hechizado! Pan se enfureció ante tal acusación e hizo que sus orejas se le convirtieran en orejas de burro, admitiendo que...

Apolo se vio interrumpido cuando Perséfone estalló en un ataque de risa al imaginarse al gran rey Midas con orejas de burro. Cipariso enseguida la censuró con una mirada reprobatoria, totalmente indignado por su falta de educación, y Perséfone se acaloró avergonzada.

Apolo, aunque no entendía el humor de la joven, retomó su historia con elegancia. Era del tipo de persona que parecía temer al silencio, y necesitaba poco para animarse a hablar, satisfecho del placer de escuchar su aterciopelada voz.

Siguieron su visita por la Musageta por los corredores iluminados con velas que ahuyentaban la oscuridad del eclipse. Las musas recorrían el lugar correteando de un lado a otro entre risas cristalinas. Aunque Perséfone sabía que solo eran nueve, parecían un séquito infinito cuando desaparecían al doblar las esquinas y reaparecían cantando y bailando en cuartos llenos de murales pintados con polvo de zafiros y diamantes, abrazando estatuas frías de bellezas divinas o jugueteando en las fuentes de los múltiples jardines.

La cita en el Olimpo jamás había sido con Hermes; la había ido a buscar para emparejarla con su amigo Apolo, porque Hermes amaba a Afrodita. Algo que, en el fondo, sabía desde el inicio. Pero esta verdad no le hizo daño. Debería hacérselo, debería estar con el corazón destrozado. Y aún así, no sentía nada. Estaba tibia, más impaciente por librarse de Apolo que desconsolada porque Hermes no pensará en ella.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora