CAPÍTULO 5. Los bastardos de Zeus.

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—No deberíamos estar aquí —maldijo para sí misma Leucipe.

Una vez más, Perséfone había ido en busca de lo prohibido y, una vez más, la oceánide no había sido capaz de detenerla.

Perséfone miraba todo entusiasmada. Sus sentidos estaban embriagados por la fragancia de la deliciosa comida y la música de las flautas de pan de los sátiros. En el monte Nisa había festejos continuos, pero para las ninfas nisíades, con su enorme capacidad de diversión, cada banquete y cada baile eran un acontecimiento.

Toda clase de inmortales disfrutaban de la bacanal bajo la cálida luz del sol que se filtraba por las hojas de los manzanos y los viñedos. Iban de grupo en grupo con sus risas y charlas; nadaban en el lago, jugaban columpiándose en los balancines atados a los altos árboles, comían la carne bañada en miel de los cerdos que asaban en una parrilla y bebían del vino que las nisíades ofrecían constantemente. Fuesen quienes fuesen, gozaban de la libertad que Perséfone deseaba.

Una independencia que perseguía esa tarde, donde podría ser quien quisiera ser. La libertad inherente a esa idea le causaba una sensación mucho más embriagadora de lo que podía imaginarse.

Una nisíade se acercó y les ofreció una bandeja con una gran tajada de lomo, nadando en su salsa con castañas, y una jarra de vino. Perséfone sintió que la boca se le humedecía. En los jardines de su madre la dieta se basaba en cereales, pan, queso, frutos y membrillos. Sólo había probado la carne asada que Artemisa le había enseñado a preparar con bayas silvestres; rica, pero nada comparado con los manjares deliciosamente preparados que le ofrecían.

Agarró la bandeja entera con una mano y con la otra se hizo con la jarra, arrodillándose en el campo para comer con tanta ferocidad como un león que lleva días hambriento.

—¡Perséfone! —gritó Leucipe avergonzada, mientras la nisíade rio amablemente. Lo que podía hacer una señorita y lo que no podía hacer estaba muy claro en la mente de Leucipe, y sostenía siempre discusiones con Perséfone por sus naturales impulsos.

Aquella era la comida más maravillosa que Perséfone hubiera probado jamás, y en su boca se extendieron sabores mezclados, creando una experiencia nueva para ella. Con avidez, quiso probar el vino, llevándose la jarra a los labios.

—¡No, Perséfone! —la detuvo Leucipe—. No tomes de ese vino, ¡es muy fuerte y nunca has bebido! —le quitó la jarra de las manos y Perséfone volvió a hacerse con ella en un puchero. Leucipe suspiró—: Deberíamos regresar ya a casa, ¡si la Señora se entera...!

—Relájate —pidió Perséfone, viendo como Leucipe le arrebata de nuevo la jarra—. Han sido ya varias las veces que te has ausentado de los jardines y nunca ha pasado nada.

—¡No se puede comparar! Si tu madre se entera de que salgo de los jardines me espera la muerte, pero si se entera de que me he escapado contigo me espera algo peor.

—¡Mi buena amiga Leucipe! —se escuchó una voz suave y alegre a sus espaldas.

Era un inmortal de rasgos delicados, casi andróginos. Coronado con una guirnalda de hojas de parra en el pelo castaño, rizado y largo hasta los hombros.

—Dioniso —Leucipe corrió a sus brazos y casi le derramó el vino de la copa, que sostenía con su mano derecha.

Para Perséfone era curioso ver como Leucipe se desenvolvía con coquetería con Dioniso. Para ella, la sirvienta de su madre siempre había sido una ninfa fiel y temerosa de su señora pero, ahora, charlaba sin parar con el anfitrión de la fiesta, aceptando encantada el vino que éste le ofrecía. Perséfone sonrió con malicia al ver como el carácter de su amiga se agitaba, blanda y húmeda como la tierra arada.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora