CAPÍTULO 12. Un casamiento infeliz.

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—Observa, esposa mía. Mira qué belleza. Deja que la contemple sobre ti.

Afrodita tocó el collar, fascinada por la elaboración de la delicada joyería que Hefesto sostenía en sus grandes y sucias manos para que lo examinara. Ella se giró y apartó sus dorados cabellos para ofrecerle la vista de la línea que recorría su cuello y espalda.

Hefesto tragó grueso y temblorosamente pasó el collar sobre el fino cuello. Se sintió febril cuando apreció en sus manos la ligera vibración de las cadenas de oro al rozar la piel tersa de Afrodita. Aquella era la máxima cercanía que la diosa de la belleza le había permitido alcanzar a su esposo.

Afrodita contempló su imagen en el espejo de mano que Hefesto, siempre atento, le había proporcionado. El collar recreaba una fantasía elaborada en filigrana de oro con perlas y vidrios que ataba al cuello en tres vueltas, cayendo por todo el pronunciado escote de Afrodita. La magia del dios de la forja vibró en el collar, ensalzando su belleza.

—¿Es de tu agrado? —preguntó Hefesto, siempre deseoso de su aprobación.

Afrodita miró la horrible imagen reflejada en el espejo detrás de ella. Hefesto parecía una gárgola pero temblaba como un animal apaleado. Era horrendo y en cada uno de sus gestos era obvio que Hefesto lo sabía y sufría por ello. Sólo hablaba si le preguntaba directamente, y rara vez levantaba la vista del suelo. Para Afrodita, no sólo era despreciable su físico, también su completa falta de coraje.

Era de un tamaño descomunal, tenía una columna retorcida coronada con una joroba que le provocaba una descompensación en las caderas y renqueaba sobre sus piernas atrofiadas. Pero más incómodo de ver que su deforme cuerpo era su rostro contrahecho, con una cabeza demasiado grande y unos ojos temblorosos bajo un ceño inmenso. Apestaba al arsénico que usaba en el bronce para endurecerlo y siempre iba sudoroso, con la barba desaliñada y el pecho descubierto.

A menudo, Afrodita se preguntaba cómo alguien tan feo como su marido podía crear cosas tan hermosas.

La orfebrería de Hefesto era exquisita e inigualable, y había creado las más hermosas piezas para adorar la belleza de su esposa. Desde collares, diademas, fíbulas y brazaletes, todo sólo para engalanarla como su trofeo más amado.

—Me complace —otorgó ella y Hefesto sonrió en una mueca mal dibujada y los dientes torcidos se le asomaron durante un momento entre la barba.

—Te resalta el cuello y los pechos —se apuró a decir con la voz ronca, embriagado por la aceptación de ella, aunque fuese a través de sus regalos. A su estúpido marido le gustaba pensar que cuando le adornaba la piel con el oro que sus manos habían forjado, era él quien la tocaba—. Es mi deseo que todo el Olimpo sepa que no hay belleza igual que la de la mujer de Hefesto.

Ella suspiró con resignación, odiaba que se le recordase que le pertenecía.

—Son preciosos, sí, pero no está a la altura de los pendientes de esmeralda que me diste anoche.

Le divirtió ver como esos ojos brillantes de emoción se transformaron de inmediato en tribulación.

Hefesto agachó la cabeza. Quiso balbucear palabras de disculpa, pero su torpeza lo dejaba en evidencia.

Afrodita se le acercó y le hizo temblar cuando colocó el borde del espejo de mano en su mentón y le levantó el rostro hacia ella para ver esos ojos que tanto despreciaba.

—Me preocupa que se te esté secando la imaginación —bajó el espejo, dándole la espalda—. O quizás mi belleza ya no te inspire lo suficiente.

—¡No, no! —se apresuró a decir, cojeando hacia ella, pero Afrodita se deslizó con agilidad apartándose de él—. Tu... tu belleza me fascina... ¡No podría pedir nada más! ¡Eres lo que siempre he deseado! —en su desesperación, la sostuvo por las etéreas telas de su túnica y, al ver la mirada iracundo de Afrodita ante su osadía, la soltó de inmediato. Hefesto trató de calmarse y dijo—: Te... te lo demostraré. Crearé para ti un cinturón que eleve tu belleza hasta que sea insoportable. Cuando... Cuando lo lleves puesto, no habrá hombre en el mundo, mortal o divino, capaz de resistirse a tu hermosura.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora