CAPÍTULO 24. La sombra del Inframundo.

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—¿En qué estabas pensado, Hades? —protestó disgustado Érebo, en la confianza de la intimidad. Caminaba por todo el despacho enfurecido, agitando sus vestiduras violentamente en cada giro—. ¡Esa bañada por el sol te tiene obnubilado, no piensas con claridad!

—Que poca confianza me otorgas, mi fiel senescal —Hades suspiró sin levantar la vista del extenso pergamino que cubría toda su mesa de ébano con patas de bronce. De vez en cuando, corregía los datos registrados en las tablillas de cera que sostenía en un atril con el punzón y volvía al rollo del pergamino.

A su lado, callado como una sombra más, estaba el secretario real, el daémon Anfiarao, que miraba con discreción a Érebo recorrer el despacho inquieto, seguro que nunca la Sombra del Inframundo había tenido tal desacuerdo con su rey como el causado por aquella inmortal que Kyktus había permitido entrar en el submundo como polizón en su carruaje.

El despacho era la estancia más importante del Bastión de Cielo Invertido, el centro de recepción y trabajo del rey del Inframundo, donde recibía a sus invitados. Era una sala abovedada situada en lo más alto de la estalagmita central que circundaban los torreones invertidos de fortaleza.

—¡No te reconozco, Hades! —Érebo se detuvo teatralmente delante de la mesa y apoyó sobre ella el peso de su cuerpo con las manos. Sus uñas terminadas en garra casi arañaron le madera—. Primero, esa inusual insistencia tuya en querer ser tú mismo quien atendiese la contienda con Tifón, ¡dejando el trono desamparado para ir a la superficie! ¡Y ahora te traes a una bañada por el sol al Inframundo!

—Érebo, no dejé el trono desamparado —recordó con voz calmada—. Lo dejé bajo tu regia supervisión. Eres mi regente, siempre lo has sido.

—¡Nunca a efectos prácticos, jamás había tenido que ejercerlo... hasta ahora! —Érebo se llevó la mano al pecho con disgusto—. No entiendo porque tuviste que subir, podría haber ido...

—¿Tú? —le interrumpió con una sonrisa.

Érebo parpadeó afligido. La Sombra del Inframundo jamás había subido a la superficie desde que Helios se alzó con su sol. Desde ese momento, su esposa y hermana Nix se había encargado por él de expandir sus oscuras nieblas por los cielos llevando la noche al mundo, mientras su hija Hemera las dispersaba trayendo el día.

—Nunca —reconoció bajo la mirada jocosa de Hades.

—Ya hemos discutido esto, Érebo. Tratándose de Tifón, no podía dejar tal asunto en manos cualquieras.

Hades mojó la pluma de caña en cálamo en la tinta negra hecha con hollín y resina y firmó el pergamino, lo enrolló en el tubo de hueso y se lo entregó a Anfiarao.

—Si ese mensajero tan sólo se dedicase hacer su trabajo —lamentó Érebo, más hacia él mismo que para su rey, mientras Anfiarao guardaba el rollo entregado en el nicho de madera detrás del escritorio, donde se archivaban todos los registros de Hades—. Sólo los olímpicos nombrarían mensajero a un dios adorado por los ladrones.

Enseguida Anfiarao le entregó otro rollo.

—El magnífico magistrado Radamantis también estimó que el meditativo magistrado Minos no se mantuvo acertado al posicionarse a merced del magnánimo magistrado Éaco en el manifiesto al respecto de la morada Sariotte —dijo el secretario—. Os implora que inspeccionéis el manuscrito, su Majestad.

—¿Más revisiones? ¡Esto es de hace tres semanas! ¿Cuántas más quedan? —el secretario señaló discretamente los múltiples rollos que cargaba bajo el brazo. Hades arqueó una ceja y miró a Érebo atónito—. ¿Y por qué no te lo solicitó a ti, Érebo, en tu función de regente?

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora