La reunión estaba siendo un éxito. La sala de las damas se había convertido en un lugar de bullicio y risas que resonaban en las paredes revestidas con paneles de mármol. De los muchos juegos propuestos, el oráculo de espejo había capturado la atención de la velada. Las ninfas se turnaban para acercarse al espejo de obsidiana que Dolos había dispuesto en el centro de la sala para predecir el destino.
—Oráculo, dime —pidió Itomini cuando fue su turno, extendiendo con gesto teatral una mezcla polvorizada de salitre y resina sobre la superficie negra—, ¿quién robará mi corazón antes de que termine este año?
Dolos, ungido en su papel de maestro de ceremonia, le entregó una cerilla encendida y ella la dejó caer. La llama, al tocar la mezcla, crepitó con un silbido agudo bajo la expectación de las inmortales.
Las preguntas eran siempre las mismas: «¿encontraré el amor verdadero?», «¿seré feliz con el esposo que padre me eligió?», «¿hay una tercera persona en nuestra relación?», «¿tendrán mis hijos a la Fortuna y al Destino de su parte?». Y, a pesar de lo repetitivo que podría resultar aquello, todas contenían el aliento y se agarraban las manos las unas a las otras cuando Dolos se inclinaba sobre el espejo, como un hechicero medio loco, interpretando las sombras y reflejos que el fuego pintaba sobre la superficie reflectante.
—Oh, querida Itomini —empezó Dolos con voz modulada y profunda. Hizo una pausa dramática, dejando que el suspense se estirase, mientras las demás se inclinaban, ansiosas, como si así pudieran escuchar la respuesta en el silencio—. Veo un antiguo amor.
La sala se llenó de exclamaciones y un brillo de agitación se encendió en los ojos de las ninfas.
—¿Un antiguo amor? —repitió Hosta.
Kerí pareció recordar algo y, poseída por la emoción, sacudió a Vatisinia.
—¡Ah, ya sé! —gritó—. ¡Seguro que es Pleon!
—¿Pleon?
—¡Sí, sí! ¡Tiene que estar a punto de volver de su álogos! —insistió Kerí, refiriéndose a las pruebas que debían enfrentar los héroes para complacer a algún dios.
—¡No, no! —intervino Convallaria—, seguro que es Kalícrates. ¡Seguro que esa estúpida náyade lo aburrió y quiere regresar contigo!
—¡Pues que se quedé solito, ya es tarde para él!
—¡Os digo que es Pleon!—¡Sshhh! —las chistó Itomini, quien por primera vez le faltaban palabras y sólo quería escuchar—. ¿Podrías decirme más, Dolos?
—¡Sí, Dolos! ¿Qué más ves en esas sombras? —preguntó Halithea, con la voz cargada de una expectativa infantil.
Dolos fijó su mirada en las sombras del espejo que danzaban bajo las llamas, como si las mismas almas condenadas del Tártaro jugaran a formar figuras. Las irisaciones del fuego arrancaron destellos en su piel de mármol negro. Las ninfas, acostumbradas a juegos de ingenio más simples, miraban el espejo con venerado deseo.
—Veo a un hombre... —La voz de Dolos resonó, baja y embriagadora—, uno que antaño no supo amar, cuya juventud temeraria lo alejó de aquello que su corazón deseaba, pero no comprendía. La distancia y el tiempo, esas fuerzas implacables que erosionan montañas, nunca lograron romper el lazo que os unió. Ahora, marcado por la madurez que sólo la ausencia puede enseñar, vuelve hacia ti siguiendo ese hilo invisible que os une, del mismo modo que Teseo siguió el de Ariadne para salir del laberinto. Pero he aquí la verdadera pregunta, Itomini: cuando llegue a ti, ¿serás capaz de amarlo como antes, o habrá soplado el viento con tal fuerza que ni cenizas quedarán para reavivar la llama perdida?
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Perséfone. La muerte de la primavera
RomanceHabía intentado ser una buena y obediente hija, pero la primavera no puede ser domada y sólo tiene sentido con la muerte. Perséfone se abrirá camino en un mundo plagado de dioses más crueles que los monstruos, llenos de secretos, intrigas y romances...