CAPÍTULO 37. Los sentimientos de él

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Como si de pronto fuese consciente de sí misma, Perséfone se vio tendida en su propio lecho de almohadones orientales, con los rizos formando una corona roja alrededor de su rostro y las piernas estiradas sobre la cama, sobresaliendo por el quiton negro, suave y pequeño alrededor de sus formas dulces. 

La melodía había cesado y los recuerdos de otra época desaparecieron como fantasmas con los primeros rayos de sol. El silencio se hizo más profundo y el olor a incienso inundaba la estancia. La luz de la chimenea dibujaba sombras en la habitación de altos techos, dando a las madreselvas que había hecho crecer por toda la Torre del Calor el aspecto de bestias acurrucadas en la penumbra.

En ese momento, Hades se movió y pudo verlo, su silueta se difuminaba entre las oníricas sombras que danzaban con la luz del fuego. Estaba apoyado en el balcón. Parecía más alto, más corpulento, era una mole negra, terrible, sin rostro.

—Hades... —Perséfone apenas pudo encontrar su propia voz para llamarlo. 

Sin embargo, él la escuchó y giró su cuerpo hacia ella. Llevaba la toga abierta con el pecho al descubierto, donde descansaban sus viejas cicatrices que parecían brillar más intensamente que otras veces. La melena negra en una trenza floja casi deshecha y, en el claroscuro de la habitación, su rostro carecía de expresión y su mirada era impenetrable.

Perséfone se ruborizó, y se mordió el labio al sentirse terriblemente responsable de esa aflicción.

—Gracias por salvarme... otra vez. Parece que no soy capaz de parar de meterme en problemas.

No hubo respuesta por su parte. Hades permanecía inmóvil, como una estatua, congelado en tortuosos pensamientos, y el silencio se dilató entre ellos, frío y grotesco.

—No pretendía invadir tu intimidad —se excusó de pronto él, que pareció despertar, inhalando con fuerza—. Sólo me quedé aquí para velarte hasta que recobraras la conciencia. Asegurado tu bienestar, me retiro.

Perséfone parpadeó confundida, inquieta ante la usencia de dulzura. Antes de que pudiera responderle algo vehemente, Hades ya estaba atravesando la habitación a grandes zanjadas para salir por la puerta. Igual que un resorte, Perséfone saltó al borde de la cama y atrapó la vaporosa manga de su toga, deteniéndole.

—¡Espera! —pidió. Hades esperó, pero no la miró y su rostro mostró la dureza del granito. Perséfone se humedeció los labios—. Lo siento.

No estaba segura de qué decir, pero su angustia parecía tan grande que pensó que podría aliviarla con una disculpa.

Se equivocó y solo lo empeoró.

Hades la miró desde su altura y el rostro céreo empezó a descomponerse, cansado y surcado de ojeras. Aquellas brechas que ya había visto antes en él cedían, derrumbándose desde sus cimientos, y del interior se desbordaban sentimientos que Perséfone no podía reconocer, que no podía comprender. Algo más hondo que ira, más fuerte que dolor, algo que lo dominaba.

Vio como sus ojos se le pusieron igual de rojos que el carbón ardiente y se clavaron en ella con tanta intensidad que que tuvo que apartar la mirada. 

—Fui un estúpido infeliz al creer que podría tener una segunda oportunidad, que esta vez, podría ser feliz —dijo Hades. Su voz tenía un resto de su frío acento, pero bajo las palabras se podía notar un resentimiento que luchaba por subir a la superficie.

Entonces sintió que la apartaba. La mano de Perséfone titubeó en el aire y cayó. Ansiosa, lo miró alejarse y caminar hacia la puerta con una determinación ajena a ella. La necesidad le hacía sentir cosquillas en las yemas de los dedos y decidió que no iba a renunciar ahora. Saltó de la cama y corrió hacia él en el momento en que ya estaba con la mano en el pomo de la puerta. Apoyó las palmas abiertas sobre sus hombros y se apretó contra él.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora