CAPÍTULO 11. Lógica y error.

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Para disgustó de su madre, Perséfone llegó a la casa de Deméter para cenar con los pies descalzos llenos de barro, el vestido mojado y el pelo hecho una maraña por el viento.

—¡Hades! —gritó feliz al verlo de pie junto a su madre.

Se había quitado la armadura y llevaba una túnica negra que arrastraba por el suelo de mármol, de mangas largas y anchas. Tenía atado el pelo en una débil trenza que caía sobre su hombro derecho, dejando más visible su rostro de pómulos altos y mentón afilado.

Hades le sonrió y Perséfone se acercó a él.

—¿Nos acompañas a cenar? —le preguntó entusiasmada ante la idea de compartir con alguien más que su madre y sus sirvientes. El rey asintió en respuesta.

—Hija —la detuvo con voz suntuosa Deméter, vestida de oro, elegante y gran señora de Enna—. Cuando te dirijas hacia nuestra Majestad, recuerda que estás ante un rey.

—Deméter, por favor —la interrumpió Hades—. No es necesario...

Su madre arqueó una ceja, con elegancia. El rictus en su boca le decía a Perséfone que no podía estar más en desacuerdo con el rey.

—Al contrario, es sumamente importante.

La mirada reprobatoria hacia su hija continuo con intensidad hasta que Perséfone resopló y obedeció, haciendo una reverencial y teatral genuflexión.

—Su Majestad —dijo.

Hades le devolvió el saludo, encontrando encantadora su imagen zarrapastrosa.

Estaba claro que aquello disgustaba a su madre, pero ni Hades ni Perséfone entraban a considerar sus sentimientos. Si bien Deméter estaba con ellos y la incluían en la conversación, la atención de ambos estaba puesta en el otro.

—Lo cierto es que aún desconozco como se llama tu hija, mi señora —dijo Hades en dirección a Deméter, pero con la vista puesta en Perséfone.

—Su Majestad, le presento a mi hija, la kore Perséfone.

—Perséfone —repitió él con misterio y a Perséfone le gustó como sonaba en sus labios tintados de negro, con esa voz tan metálica y grave.

—Perséfone pronto será una virgen sagrada, su Majestad —se apresuró a decirle su madre, con toda la cortesía.

—¡Madre! —Perséfone notó que la cara le ardía.  No sabía exactamente por qué. 

—No hay nada de qué avergonzarse, es un orgullo iniciarse en los ritos y volverse una Pártenos —dijo su madre, alzando la barbilla.

Hasta ahora ser una iniciada había sido la única parcela en su vida que la hacía sentirse libre, era el momento en que podía salir de los jardines y correr con Artemisa, pero por primera vez sintió que los votos virginales eran otra cadena más de su madre para mantenerla bien amarrada a su lado.

Echó una mirada nerviosa a Hades para ver cómo había reaccionado a esa información. Su céreo rostro no mostraba ningún signo de sorpresa. La palabra pártenos parecía ser tan insignificante para él como el anankaie.

—Así que una futura Pártenos —consideró Hades, alzando las cejas—.  Felicidades, joven Perséfone. Supongo que de ahí tu relación con la hija de Leto.

—Sí, así es —su madre se sorprendió que tuviera ese conocimiento—. La Pártenos Artemisa la está iniciando en los rituales.

Perséfone le lanzó una mirada significativa a Hades, que le decía claramente: «Cállate. No sigas por ahí. No le hables de mi relación con Artemisa. No le hables de mi habilidad con el arco. No le hables del juego de Eros ni de la flecha dorada. Si lo haces, estoy muerta. Y tú también».

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora