CAPÍTULO 38. Alas en el Inframundo

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Perséfone observaba el rostro dormido de Hades, había velado su sueño durante el sosiego de lo que pudo ser la noche o el día, imposible de adivinar para ella en aquel submundo lleno de secretos. Poco le importaba ya ese tipo de cosas. No se sentía fatigada, había descansado el suficiente tiempo y ahora le tocaba a su amado rey reposar.

Las ojeras amoratadas debajo de sus ojos cerrados le hicieron preguntarse cuándo habría sido la última vez que el dios de lo invisible durmió en condiciones. Lo imaginó encerrado en su despacho, languideciendo en el trabajo para no escuchar los susurros de la pesada carga del arrepentimiento que había estado soportando.

Besó su frente cuando lo percibió despertarse perezosamente y dejó caer otros dos besos en cada parpado. Hades frunció el ceño y el cosquilleó de sus rizos en la nariz le provocó una ligera risa mientras se desperezaba.

—Buen despertar —murmuró él, abriendo un ojo y encontrándosela tumbada boca abajo, acurrucada a su lado.

Perséfone se mordió el labio, apartándose los rizos.

—Buen despertar —le correspondió—. Ya he decidido qué deseo hacer hoy.

Hades abrió el otro ojo, soltando un suspiró hondo. En los ojos de Perséfone brilla la chispa de la travesura. Era obvio que ese deseo iba a ser cumplido con inmediata acción y Hades no podría resistirse a ser participe de él.

—¿Mm? Ni me he levantado y ya me quieres poner en marcha. Está bien, criatura, dime qué tienes planeado.

Perséfone se mordió el labio y, con un gateó rápido, cayó sobre el pecho de Hades, acomodándose en él igual que un gatito ronroneante.

—Quiero que me enseñes a montar en caballo —pidió zalamera, rozándole la nariz con la suya.

El pecho de Hades la elevó, hinchándose por completo, y mantuvo la respiración tensamente durante un momento de vacilación. Perséfone era consciente del reparo que anidaba en él ante tal petición. En su vida como humano en la superficie, Hades había sido mozo de cuadras y había sido en su victoria en la carrera de carros en el Athla epi Obelius donde su destino se había ligado con la princesa Leuce.

—Perséfone, yo... —empezó a titubear él.

—No deberías huir de los recuerdos felices, Hades —decidió Perséfone—. Eso sólo hará que se conviertan en algo triste.

Hades le acarició la mejilla con todo el ancho de su mano.

—Mis doscientos años de existencia empalidecen bajo tu sabiduría, Perséfone —su voz era triste, pero había orgullo en su mirada.

—Es que los antiguos os volvéis obsoletos —bromeó ella, volviendo a rozar sus narices.

—Oh —se rio y haciendo que los dos vibrasen—. Menos mal que la primavera viene a renovar el mundo invisible.

Hades rezongó su aprobación entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarla al Tártaro, pero no desanimó a Perséfone, quien, sonriente, lo obligó a levantarse, deseosa de verlo en acción.

Perséfone era experta en convertirlo todo en una aventura emocionante y su buen humor se le contagió pronto a Hades; Como dos niños empezando una travesura, se escabulleron por los pasillos, escaleras y puentes del castillo, eludiendo los inmortales que pululaban en la corte del rey.

Al salir hacia las caballerizas se cruzaron con Érebo que iba acompañado de Tánatos y, entre los dos, cargaban documentos y papiros de urgente carácter, a opinión de la Sombra. Tánatos comentó por la salud de Perséfone, que había llevado a Hades a retirarse con su protegida tan abruptamente de la velada de Cocito. Esta información pareció sorprender a Érebo, pero Hades restó importancia al asunto, respondiendo que no había sido nada que las aguas de Hebe no pudieran sanar y dio una pobre excusa para retirarse. Le debilidad de su convicción y la sonrisa que Perséfone no podía disimular no pasaron desapercibidas ni para el padre ni para el hijo, pero cuando Érebo quiso insistir, Tánatos, con una discreción digna de elogio, le recordó a su padre que debían continuar con el paleo y dejar que Su Majestad prosiguiera sus asuntos con la princesa de Enna. Bajo las protestas de Érebo, los dos dioses dejaron a la pareja proseguir su camino.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora