—¡Menthe, espera!
Perséfone apenas se había erguido de su diván, rabiosa de la indignación y dispuesta a arrancarles la lengua a esas ninfas, cuando vio la menuda figura de Menthe abandonar la sala, huyendo presa de un dolor que parecía más pesado que las propias piedras que conformaban los muros del Bastión. Sin embargo, antes de que pudiera dar un solo paso detrás de ella, una mano firme y con esbeltas garras de plata se cerró en torno a su muñeca.
—Alteza. —Hemera tiró de ella y la acercó con la elegancia con la que atraería hacia sí una manzana de un cesto—. No puedes abandonar a las damas de la corte de esta manera —susurró cerca de su oído en un tono melódico, llevando consigo el peso de una advertencia—. Sería una ofensa que no podríamos ignorar. Debes mantener tu posición y no dejar que tu conexión personal interfiera con tus responsabilidades públicas.
—¿Acaso no ves la vileza de lo que han hecho? —Perséfone no usó susurros algunos y, con sus ojos chispeantes, se soltó de la luminosa diosa de un manotazo.
Las demás ninfas habían acallado sus risas malevolentes. De pronto, parecían hermosas estatuas, quietas y mudas, expectantes ante aquella inesperada reacción de la princesa. Únicamente Anteodora conservó su arrogancia.
—Mi querida princesa, no fue mi intención ofender —se excusó con desdén—. Solo pensé que disfrutarías un poco de diversión a expensas de Menthe.
Anteodora miró a sus intimas amiguitas y Tithorea y Nemoptera rieron tapándose la boca con empalagosa delicadeza.
—¡No hay diversión en el sufrimiento de otros! —siseó ferozmente Perséfone con los dientes apretados, mostrándolos en una advertencia clara y peligrosa.
Los labios de Néfale se curvaron en un gesto burlón. Sus ojos eran tan negros como los de Perséfone, pero carecían de su brillo o calidez. Eran fríos y vacíos, enmarcados en unas finas y larguísimas cejas.
—Sería de buena amiga aconsejar a nuestra amada princesa que, quizás, librarse de ataduras que pertenecen a un pasado que ya no encaja en el esplendor de su presente, en vez de darle puestos excepcionales en esta corte, podría ser una sabia elección —hablaba casi en un susurro, pero se le entendía todo—. Algunas conexiones antiguas, por más encantadoras que puedan haber sido en su momento, tienden a proyectar una sombra innecesaria sobre el glorioso camino que se tiene por delante. —Luego, se encogió de hombros, colocándose un mechón de su cabello de color avellana detrás de la oreja. Era un mohín tan tiernamente coqueto e inocente que su crueldad casi parecía accidental—. Un consejo de amistad, por supuesto.
—Como reina, yo decidiré qué es pasado o presente, así que cuida tus palabras —restalló Perséfone—. Un consejo de amistad, por supuesto.
—Es una lástima que tu generosidad se malgaste en alguien cuya reputación es una mancha en nuestra corte. —En la voz de Néfele había más curiosidad que preocupación—. No podemos ignorar su pasado tan... inapropiado
—¿Acaso alguna de vosotras podría afirmar que su propio pasado es inmaculado?
—Alteza, nosotras no hemos yacido en la cama de vuestro prometido, el rey —replicó Néfele, airada.
—No, yacéis en camas de viejos ricos y poderosos a los que no amáis, pero llamáis maridos.
Néfele se sonrojó violentamente y abrió los ojos en la misma proporción que frunció sus gordos labios. Irritada, se abanicó con fuerza para bajarse los calores y apartó el rostro con indignación.
—No puedes hablar así a las damas de la corte —dijo Anteodora. A pesar de su cólera, intentó tomar una actitud digna.
—¿Damas? —prorrumpió Perséfone, soltando una carcajada de punzante desprecio—. ¡Hora sería de que fueseis damas!
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Perséfone. La muerte de la primavera
RomanceHabía intentado ser una buena y obediente hija, pero la primavera no puede ser domada y sólo tiene sentido con la muerte. Perséfone se abrirá camino en un mundo plagado de dioses más crueles que los monstruos, llenos de secretos, intrigas y romances...