Muy lentamente, Hades fue suavizando el beso hasta detenerlo, y apoyó su frente en la de ella, en un abrazo intimo lleno de caricias donde no entraba nada más que sus miradas. Había un peso distinto en sus párpados y su respiración era entrecortada, pero una poderosa calma bailaba en los cálidos alientos que se intercambiaban.
Se quedaron así, dejándose mecer por felices ideas.
—Ven, paseemos —dijo entonces Hades, besándola en la punta de la nariz.
Perséfone hizo un puchero al sentir como se apartaba de ella, pero resignada no protestó y aceptó la mano que le entregó, entrelazando los dedos con los suyos y dejándose llevar por la sucesión de arcos del pasillo. Aunque Perséfone no deseaba pasear sino perderse en la piel de aquel dios, no quería comprometer más a Hades ante las posibles miradas indiscretas que pudiera haber y el banal ruido de las conversaciones ligeras de fondo les recordaba que aún estaban en el palacio de Cocito.
Acabaron saliendo del palacio, paseando por el jardín que lo rodeaba. Era un viejo huerto frutal, con almendros, nogales y avellanos que parecía haber sido creado para los secretos, pues tenía muchos retiros profundos y misteriosos. Estaba limitado simplemente por la orilla del río de las Lamentaciones, donde en sus negras aguas flotaban varias góndolas. Con las velas encendidas, las oscuras embarcaciones parecían luciérnagas bailando en la noche. La enorme torre de novecientos metros que formaba el palacio se alzaba vomitando violentamente desde lo más alto toda el agua que llevaba el río consigo, haciendo que la superficie se agitase, dispuesto a llevarse en las ondulaciones el sonido de los besos fortuitos que intercambiaban aquella nueva pareja, entre risas ahogadas y secretos susurrados.
Durante largo rato, crearon su propio universo; a Perséfone le encantaba oírle reír, y más si era ella la que lo provocaba, y Hades le correspondía en la misma medida con esos escasos momentos en él en los que se ponía juguetón, por y para ella.
Pero las habituales cabriolas, giros y correteos de Perséfone estaban ausentes esa noche, donde cada vez caminaba con más lentitud, como si los pasos le costasen. Cuando Hades la descubrió frunciendo el ceño y mordiéndose el labio en un gesto de dolor, agarrándose de su brazo para cojear levemente, él se detuvo en secó y le preguntó:
—¿Qué ocurre? ¿Te duelen los pies?
Cambiando su peso de un pie a otro, Perséfone lo miró con cierta resignación.
—Sí —admitió—. Son las sandalias —hizo un silencio demasiado largo en ella, y luego, comenzó a hablar deprisa y sin respirar—: Nunca he usado calzado en mi vida, ¡no los aguanto! ¡Son incomodos! ¡Ensordecen mis pies! No puedo escuchar la tierra con ellos ¡y nunca los he usado! Pero Érebo dijo que, como tu protegida, debía tratar de parecer una dama, que mi imagen era ahora la tuya, y que no podía presentarme de cualquier forma ante uno de tus terratenientes. ¡Y me acorde de mi madre! "Perséfone, ponte recta. Perséfone, obedece. Perséfone, no hables sin parar" ¡Siempre recordándome que no soy una dama! Y Afrodita mandó a sus Cárites que me confeccionasen este vestido y las malditas sandalias para parecer una, así que me dije: ¡Bueno, ella es la diosa de la belleza, sin duda su elección será lo más apropiado! Así que me puse el vestido, y este cinturón que no me deja respirar.
Llegado a ese punto tuvo que parar para coger aire y Hades, quien había escuchado todo en un respetuoso silencio en el que ni se atrevió a parpadear, le recordó con aquella voz inflexible:
—Y las sandalias.
—¡Y las sandalias! —suspiró ella—. Me hacen tanto daño en los pies.
La cara de Perséfone era la de una gacela roja de enormes ojos negros quejándose de la injusticia de la vida y Hades suspiró, dedicándole una sonrisa compasiva. Meneó la cabeza.
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Perséfone. La muerte de la primavera
RomanceHabía intentado ser una buena y obediente hija, pero la primavera no puede ser domada y sólo tiene sentido con la muerte. Perséfone se abrirá camino en un mundo plagado de dioses más crueles que los monstruos, llenos de secretos, intrigas y romances...