CAPÍTULO 23. El Bastión del Cielo Invertido

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Al hacerla subir al carruaje, sus cuerpos encajaron. Perséfone se dejó hundir en su pecho, en la seguridad que le ofrecía, y notó la frialdad de las mejillas de él oprimida contra su frente, besándola en la cabeza. La estrechó entre sus brazos, y sus manos le acariciaron el pelo. La peineta de oro negro con flores hechas de adularias que le entregó Hera se soltó, perdiéndose en el carruaje, y los rizos cayeron sobre la espalda y las manos entrelazadas.

El cuerpo de Hades era un lugar frío y silencioso, desprovisto del calor que contenían sus gestos dulces y tiernos. A esa distancia sus sombras gélidas la lamían provocando que bocanadas de vapor se escapasen por su boca. No le importaba. Era el contacto más agradable que había sentido en años.

Ninguno de los dos deshizo el abrazo en el viaje de regreso al Inframundo. Perséfone alzó el rostro y su nariz rozó el mentón agudo de Hades. Vio su rostro, demasiado pálido, terso y afilado por los siglos para ser otra cosa que una estatua que había cobrado vida. Sus pestañas negras parecían tirar hacia abajo de los parpados, ocultando una mirada de ojos plateados ausente. Su largo cabello peinado con raya en medio le caía sobre los hombros. La vida no podía haber imitado esa serenidad. Parecía haberse quedado atrapado en un hechizo que lo mantenía aletargado, entregado sólo a las leves caricias de sus mejillas contra el pelo de ella, y Perséfone temía que, si se movía, se daría cuenta que aún la retenía contra él y se alejaría, así que sólo sonrió y se quedó quieta, enterrando su rostro entre las telas negras.

El descenso llegó a su temido fin, el carruaje tomó tierra firme en el submundo con un bamboleó seco que pareció despertar a Hades de su trance. Cogió aire con fuerza, y Perséfone aflojó su presión contra él para permitirle llenar sus pulmones. Él la miró en una expresión que no supo interpretar.

—Llegamos —murmuró.

La puerta se abrió y Hades se apeó primero, dándole la mano señorialmente para ayudarla a bajar, si bien la había visto saltar y trepar sin ayuda por todo el carruaje anteriormente. Pero, ahora, era distinto; era el soberano del Inframundo escoltando a una invitada de honor a su reino subterráneo. Perséfone entendía esto, y no era su deseo resultar impertinente a los ojos de los inmortales ctónicos(*), por cariño a Hades. Se acomodó el pelo, arregló los bajos del vestido y, tomando su fría mano, descendió del carruaje como toda una diosa. El frío y la humedad la recibieron en el exterior, y sus pies se hundieron en una gruesa capa de ceniza, acumulada como pétalos blancos en el suelo.

—Bienvenida al Inframundo, mi reino subterráneo, Perséfone.

No estaban en las caballerizas, sino en un mirador encallado en lo alto de una colina abrupta y rocosa, con el lago Aquerusia extendiéndose a sus pies. El aire gélido y húmedo acariciaba su rostro mientras ascendía el limite del recinto, cercado con un dentellado muro de piedra negra. Allí, se detuvo para contemplar el panorama que se ofrecía ante ella. El Inframundo era un lugar distinto a todos los otros lugares que había conocido.

Era negro como el ónice, un mundo secreto debajo de la superficie. Por cielo tenía un techo de fría piedra negra que se elevan hacia las sombras, fuera del alcance de la vista. En él jamás una estrella brillaría cargada de su luz y el sol jamás bañaría sus rocas ni sus ríos subterráneos.

Acotado por paredes cavernosas y laberínticas, se alzaba la gran joya del Inframundo, la ciudad de Báratro. Los ríos subterráneos la dividían en pequeñas islas, formando un entramado de terrazas, callejuelas y galerías a distintos niveles, unidos por puentes y escaleras que se entrecruzaban y bifurcaban por encima de las aguas.  Por los canales  discurrían multitud de embarcaciones remadas por extraños encapuchados de gran estatura. Una niebla se eleva como un fantasma entre los palacios y los edificios, labrados en la misma piedra de las inmensas estalagmitas que brotaban del suelo, como torreones afilados que arañaban el cielo empedrado. En aquella oscuridad impenetrable se adivinaba unas luces iridiscentes en tenues tonos azules, verdes y moradas, emanadas por extraños árboles de troncos oscuros y retorcidos.

Perséfone. La muerte de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora