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El coche pasó a recogerla exactamente a las nueve y doce minutos. Un elegante chófer uniformado cogió su pequeña bolsa y la metió en el maletero de un enorme Mercedes color negro.

Kassia torció los labios en una mueca de desagrado. Odiaba los excesos.

A pesar de pertenecer a una de las familias más influyentes de Grecia, los Niniadis, Kassia y su hermano Jamie se habían criado en Nueva York, subsistiendo a partir del escaso sueldo de su madre, Dionne Niniadis, como camarera en un pequeño restaurante del centro de Brooklyn. Dionne se había enamorado con apenas diecinueve años de su padre, John Neville, y había huido junto a él de Grecia ante la deshonra de sus padres, que habían jurado no perdonarla jamás.

Y, cuatro años después, cuando su padre había muerto y su madre, Jamie y ella se quedaron solos, sus abuelos no hicieron nada para ayudar en la decadente vida que arrastraban.

Kassia no estaba acostumbrada a los lujos, ni siquiera los apreciaba. Prefería la comodidad de su pequeño apartamento a pocas calles del estadio de los New York Mets a la enorme mansión que sus abuelos poseían a las afueras de Atenas. Prefería su modesto puesto de periodista en el Queens Tribune a ser una adinerada heredera de la familia Niniadis sin oficio ni beneficio.

-          El señor Afrodakis la espera en el avión, señorita Neville.

Asintió con una mueca disgustada. ¿Adónde narices pensaba llevarla?

Se inclinó hacia delante para hablar con el chófer, que la observó con sorpresa a través del retrovisor interior.

-          ¿Sabe adónde va ese avión?- preguntó.

-          No poseo esa información, señorita, siento no serle de ayuda.

Frustrada, se dejó caer de nuevo con un suspiro sobre el cómodo asiento de cuero e inclinó el rostro hacia la ventana para ver pasar una a una las calles que los separaban del JF Kennedy.

Cuando llegó a una de las pequeñas pistas reservadas del aeropuerto internacional, un ligero avión privado la esperaba. El chófer la condujo a su interior y desapareció con su maleta fuera de su vista.

-          Buenos días, gynaika.

Esa voz, grave, dura, la sacó de sus ensoñaciones. Dio media vuelta para encararlo, pero no contó con el fuerte deseo que la sacudió una vez más. ¿Por qué tenía que ser tan endemoniadamente atractivo?

El cabello negro le caía sobre la frente con elegancia, resaltando sus luminosos ojos marinos sobre la piel bronceada. Llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y unos pantalones negros que se adherían a su cuerpo para resaltar la potencia de sus músculos.

-          ¿Adónde vamos?- preguntó, evitando su mirada.

Lo sintió sonreír con socarronería.

-          Volvemos a casa.

Se le heló la sangre en las venas. ¿Volver a casa?

¿A qué narices se refería con eso?

-          ¿Y eso qué significa?

-          Vamos rumbo a Atenas, agapi mou.- dijo él lentamente, como regodeándose en su gesto torturado.

Kassia dio un brinco de sorpresa y rabia, dando media vuelta para apresurarse a salir de aquel avión. ¡¿A Grecia?! Estaba loco si creía que cometería semejante locura.

Ya casi saboreaba la libertad frente a la escalerilla de entrada cuando dos enormes sombras se apostaron ante ella, imposibilitándola el paso. Vestidos con impecables trajes negros, su envergadura quedaba aún más acentuada y amenazadora.

-          ¡¿Qué narices significa esto, Afrodakis?!- estalló, intentando inútilmente apartar a los hombres de su camino.

-          Significa que no vas a salir del avión, Kassia, te he dicho que vamos a Atenas, y vamos los dos.

Echa una furia, se encaró a él, ajena a las curiosas miradas de la tripulación.

-          ¡¿Pero estás loco?!- gritó, estampando las palmas de las manos sobre su pecho- ¡No quiero volver allí, no se me ha perdido nada en Grecia!

-          Podrás volver a ver a tus abuelos.

Un gemido disconforme escapó de sus labios al imaginarse los rostros de desaprobación de sus familiares ante su presencia, sus reproches por abandonar al perfecto Christopher Afrodakis y huir de allí sin ninguna explicación.

No había tenido ninguna noticia de ellos en aquellos cinco años, y ahora no las necesitaba.

-          ¡No quiero! Déjame salir de aquí, por favor.

Él ni se inmutó ante su súplica. Con un elegante gesto, se sentó en uno de los amplios asientos de cuero beige y la acomodó sobre sus piernas, como si se tratara de una niña pequeña a la que calmar.

-          Te prometo que no se enfadarán contigo, gynaika.- le oyó decir suavemente cerca de su oído.

-          Llevan enfadados cinco años, Afrodakis, volver sólo empeorará las cosas.

La sonrisa de él fue deslumbrantemente segura de sí mismo.

-          Te sorprenderá su reacción.

Kassia hizo ademán de levantarse de su regazo, avergonzada, pero Christopher la sostuvo firmemente rodeándola por la cintura.

-          Me iré en el primer vuelo de vuelta.- protestó, alejándose de él tanto como le permitían sus brazos de hierro.

-          No lo harás.

-          Claro que lo haré.

Sintió su tacto más que cálido tras su oreja y perdió el hilo de sus pensamientos. Cuando la tocaba así sólo podía recordar lo que había sentido entre sus brazos e imaginarse cómo sería tanto tiempo después.

Basta, se dijo, malhumorada.

-          Ahora eres mía, agapi mou, no te irás a ninguna parte a la que yo no quiera que vayas.- terminó por decir él.

-          ¡No soy tu muñequita, no puedes hacer conmigo lo que quieras!

Christopher apretó las manos contra sus caderas, deslizando los dedos por la fina tela de sus pantalones.

-          Te guste o no, eso es preciosamente lo que eres, mi muñequita.

-          Ojalá y te pudras, maldito maníaco.

Ante el asombro de todos, Kassia incluida, Afrodakis estalló en carcajadas, echando su cabeza morena hacia atrás y mostrando la perfecta dentadura de un blanco nuclear, casi hipnótico.

-          Me encanta cuando sacas esa pasión que intentas con tanto recelo ocultar- presionó fuertemente los labios contra los suyos en un beso fugaz-. Nadie puede negar que tienes sangre griega corriendo por tu precioso cuerpo.

Kassia endureció en gesto.

-          Eres un completo imbécil.

Ignorándola, la colocó con insultante facilidad en el asiento contiguo al suyo y se dirigió a una joven azafata que esperaba órdenes con un sonrojo más que visible.

-          Podemos irnos.

Mar y fuego. Rendida a su chantaje ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora