48. 𝙻𝚊 𝚗𝚘𝚟𝚎𝚗𝚊 𝚏𝚕𝚘𝚛 𝚍𝚎𝚕 𝚛𝚊𝚖𝚘: 𝚃𝚊𝚖𝚊𝚛𝚒𝚜𝚌𝚘

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Hacía años que no me preocupaba excesivamente por una persona de un modo tan errático. En realidad no sabía qué hacer, cómo comportarme, cuál era el mejor tono para referirme a la gente, o cómo podía hacer que mis emociones se encapsularan dentro de mi cuerpo en lugar de vomitarlas en voz alta. 

Estaba asustado.

Estaba enfadado.

Estaba perdido.

En mi cabeza todas las cosas que transcurrieron ese día de noviembre pasaban desenfrenadamente, como trenes sin control en unos raíles sin paradas que exigieran un alto. No podía dejar de pensar y darle vueltas a esta situación, girando y girando entre mis recuerdos para que todos los demás se apartaran y dieran espacio.

La ambulancia llegó cuando Khan terminó sin fuerzas sobre mis brazos, posiblemente desmayado por tantas cosas que yo a duras penas podía saberlo. El reflejo de un dolor intenso se le había quedado remarcado en el rostro, y cuando los trabajadores de la ambulancia llegaron les costó horrores quitármelo de los brazos. Estaba en shock. Estaba anclado en un momento horrible de mi vida, preguntándome si Khan terminaría yéndose de mi lado y dejándome solo a mi suerte con tres niños que necesitaban algo más que una comida de buena calidad o ropa carísima. 

Me hicieron muchas preguntas mientras se lo llevaban, colapsando sobre mis propias piernas contra el suelo lleno de objetos rotos y papeles. Quizás les di lástima, puesto que me dijeron si quería ir con ellos en la ambulancia sin insistir en su cuestionario.

Ni lo pensé: Mi respuesta fue un duro sí.

Sentía el pánico arañarme las piernas, asemejándose a los insectos venenosos o serpientes furiosas que deseaban entumecerme los músculos. Lo notaba en cada paso que daba, en cada bombeo del corazón que hería cada región de mis venas, en cada pestañeo que daba para hacerme creer que esto no era real aunque mis manos temblaran. 

Todos en el edificio parecían espantados y consternados, sabiendo que Khan Hommes iba a ir en una ambulancia, como si lo consideraran un hombre invencible que jamás podría caer ante nada ni nadie. Él era humano. Era un hombre, no una máquina; e incluso las propias máquinas se llegaban a estropear con el paso del tiempo. Sólo tenía cuarenta y nueve años, luchando con todo el mundo aunque la vida le llevara en ello por las altas expectativas que se le impusieron desde joven. Podía ver cada rostro expresando varias emociones, siendo borrones conforme me movía sin detenerme, hasta que el rostro de Prince se paralizó en mi visión por una fracción de segundo.

Altivo. Inmutable. Indiferente.

"Te mataré", fueron la dos palabras furiosas que rugieron en mi cabeza sólo en ese instante que abandonamos la empresa de Khan y nos metimos dentro del vehículo que no tardó nada. 

Sólo miré a Khan, palideciendo con una máscara en la boca y tres personas moviéndose dentro del espacio reducido tomando anotaciones y mirando cada máquina que había en el interior. Le pedí en silencio que no cayera ante eso, que sólo quedara en un susto porque todo nuestro mundo estaba cayéndose a pedazos sobre nuestras cabezas por el azar. 

Para cuando llegamos al hospital ―el más caro de toda la ciudad, como era de esperar siendo él―, nos bajamos todos e intenté seguir el ritmo pese a que me dolieran tanto los pies como las rodillas... hasta que me dijeron que no podía pasar más allá de las puertas. Me sentí inútil. Me sentí en la punta del precipicio antes de mirar hacia bajo y preguntarme si la caída libre evitaría que me hundiera en las aguas profundas y negras en lugar de las rocas afiladas.

Pensé de todo.

Sentí demasiado.

Me atemorizada cualquier idea.

𝕰𝚕 𝚑𝚘𝚖𝚋𝚛𝚎 𝕰𝚚𝚞𝚒𝚟𝚘𝚌𝚊𝚍𝚘 [También en Inkitt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora