Ocaso:

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Fueron varios los segundos de silencio e incredulidad conforme los espectadores digerían lentamente las palabras del hijo de Frey.

Un duelo verbal, una competencia de insultos en donde se jugaba el honor de los competidores. Una vieja práctica del panteón Nórdico en donde el perdedor solía verse humillado y arrebatado de credibilidad por siglos ante las siempre atentas miradas de los dioses y gigantes.

Apolo estudió a su adversario con detenimiento. Un duelo verbal era innecesario. Nada impedía al dios sol simplemente terminar la batalla con fuerza bruta. Pero el reto había sido lanzado formalmente frente a la inabarcable multitud rehúnda en aquel coliseo. Si se retiraba, se vería como un cobarde frente a tres panteones de dioses. Perdería su estatus social, abandonaría su nueva imagen como un dios bueno y justo.

El dios de Delfos no era un gran orador como Julio César o Cicerón. No era un narrador de historias como Hermes. Pero no era un extraño al uso de la palabra como herramienta, como arma, no estaba en terreno desconocido, no tenía por qué temer.

—¿Quieres retar al dios de la música y la poesía a un duelo verbal?—cuestionó, sólo por cerciorarse de no haber malinterpretado las palabras del einherji.

—A menos que tengas miedo de enfrentarte a mí—asintió Magnus, con una sonrisa pícara.

—Oooooooh—murmuró la muchedumbre en las gradas.

Hermes, que había abierto los ojos de par en par, recuperó el sosiego y comenzó a reírse con rotundas carcajadas que reverberaban a través del cielo.

—¡Dioses! Esto se ha vuelto mucho más interesante de lo que anticipé...

Apolo meditó con detenimiento su respuesta. Los versos que declamaría y cantaría ya estaban formándose en su cabeza, las rimas, incluso la melodía con los que habría de acompañarlos. Una gran poesía, una gran canción.

—¿Miedo? Sí, hijo de Frey, miedo siento. Temo profundamente y tú también deberías, pues no deseo, aborrezco incluso, la idea misma de lo que está por acontecer. El mundo entero, el gran reino de lo divino, está por verte caer, humillado y desprestigiado. Y eso no me hace feliz. Preferiría ahorrarnos esto, preferiría no tener que recurrir a mi estatus para humillar a un mortal. Es algo que en el pasado hubiese disfrutado, pero hoy por hoy es una idea que detesto. Pero sea. Hablemos. Dialoguemos. Que la victoria en la batalla se la quede aquel que mejor sepa esgrimir las palabras.

El repentino silencio del público resultaba perturbador. Como estar en el fondo de un pozo. Se podía oír la respiración de los espectadores. El crepitar de las llamas que se habían extendido a través del coliseo y el latir del corazón de los contendientes. El tiempo se terminaba para aquel particular combate, y eso todos podían sentirlo.

Magnus se colocó en el centro del estadio con paso titubeante, haciendo tiempo, despacio. Parecía que tenía miedo, pero había estudiado cada movimiento con la misma atención con la que sus compañeros en el Piso Diecinueve se preparaban para la batalla. Esta era su lucha sin cuartel, su Batalla de Manhattan, su gran guerra contra Apophis, y Magnus, ahora con la posibilidad de salvar el legado de los Nueve Mundos, lo sabía. Esto era la guerra, la guerra de verdad, incluso más auténtica que la que se libraba en el campo de batalla del Valhalla todos los días. Era una guerra bajo la mirada de los dioses del mundo, era la lucha sin condiciones ni reglas. Todo valía. Todo. Y para empezar, Magnus Chase estaba dispuesto a aparentar lo que no era. Tenía pensado empezar de forma dubitativa, débil, floja, decepcionante para sus amigos y todos los einherjar que le apoyaban, de forma que sus enemigos, empezando por el propio Apolo, le infravaloraran de medio a medio.

Siete Años Después: (Percy Jackson)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora