"¿HOLA?"

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La ciudad era un laberinto de callejones vacíos y edificios derrumbados, sus entrañas expuestas como las de una bestia herida. Elías y Alexander corrían por las calles huecas, sus respiraciones entrecortadas resonando en el silencio opresivo. Las baterías de auto pesaban en sus manos, con cada paso, los músculos de sus brazos ardían por el esfuerzo, pero no podían detenerse. Sabían que detenerse significaba la muerte. A sus espaldas, el grupo Wrihtie Camp los perseguía implacablemente, como una manada de lobos que había olido la sangre de su presa.

El eco de los ladridos de los perros resonaba entre los edificios abandonados, reverberando en las paredes de concreto y cristal roto. Elías giró la cabeza brevemente, lo suficiente para ver las sombras moviéndose detrás de ellos, una mezcla de hombres y bestias, avanzando con una coordinación aterradora. Los perros eran los primeros, veloces, con las fauces abiertas y las lenguas colgando, mientras los miembros del Wrihtie Camp los seguían de cerca, armados con bates, cadenas y armas improvisadas.

—¡Rápido, a la izquierda! —gritó Alexander, señalando un callejón angosto que se abría.

Elías giró bruscamente, casi resbalando en los escombros dispersos por el suelo. Las baterías amenazaron con escaparse de sus manos, pero las aferró con fuerza. Sintió el ardor en sus pulmones, el aire frío cortando su garganta como cuchillas, pero la adrenalina lo mantenía en movimiento. Alexander estaba justo delante de él, su figura esbelta esquivando obstáculos con una agilidad que solo se obtenía tras años de práctica y sobrevivir en aquel mundo cruel.

—¡Tenemos que perderlos antes de llegar al punto de encuentro! —jadeó Elías, sintiendo la urgencia en su propia voz.

Alexander no respondió de inmediato, concentrado en atravesar el laberinto que era la ciudad. Giraron otra esquina, esta vez encontrándose en una calle más amplia, donde el asfalto estaba rajado y cubierto de vegetación que había empezado a reclamar lo que la civilización había dejado atrás.

—¡Al otro lado de la plaza! —gritó finalmente Alexander, señalando un pequeño espacio entre dos edificios—. ¡Ahí podemos esconderlas!

No había tiempo para cuestionar el plan. Las baterías eran pesadas, pero vitales. Necesitaban la energía que proporcionaban para mantener en funcionamiento el generador del castillo, el único refugio seguro que habían encontrado en semanas. La plaza estaba a unos cien metros de distancia, una vasta extensión abierta que tendrían que cruzar en un sprint final, exponiéndose por completo. Detrás de ellos, los perros habían acortado la distancia, y los miembros del Wrihtie Camp se acercaban, sus gritos se volvían más claros, llenos de una furia alimentada por la caza.

—¡Ahora! —Alexander apretó los dientes y aumentó la velocidad, lanzándose hacia la plaza.

Elías lo siguió, sintiendo que sus piernas ardían, como si estuvieran hechas de plomo. El suelo bajo sus pies vibraba con el eco de los ladridos y los gritos. Atravesaron la plaza como una exhalación, sus sombras alargadas por la luz tenue que se filtraba a través de las nubes bajas y grises. Al otro lado, el hueco entre los edificios les ofrecía una promesa de respiro, de cobertura, aunque fuera solo momentánea.

Alexander llegó primero, lanzándose hacia la abertura y girando sobre sus talones para mirar a Elías, que corría detrás de él con todas sus fuerzas. Los perros ya estaban en la plaza, corriendo en línea recta hacia ellos, sus ojos brillando con una mezcla de hambre y entrenamiento despiadado.

—¡Vamos, vamos! —gritó Alexander, extendiendo una mano hacia Elías.

Con un último esfuerzo, Elías se arrojó hacia la abertura, la adrenalina empujándolo más allá de su límite. Sintiéndose como si se lanzara al vacío, tomó la mano de Alexander justo a tiempo. Los dos se hundieron en la oscuridad del callejón, su respiración entrecortada llenando el espacio angosto.

Young hearts: The Last Love Donde viven las historias. Descúbrelo ahora