"EL COLOR DE SUS OJOS..."

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El amanecer llegó lentamente, como una promesa quebrada. La luz del sol apenas lograba atravesar la niebla densa que se había instalado en el paisaje, y el frío de la noche aún se aferraba al aire, casi como una advertencia. El viento soplaba suave, arrastrando consigo el eco de los gritos distantes de caminantes que vagaban, sin rumbo, por las tierras devastadas.

Alexander estaba despierto desde hacía horas. El peso de todo lo que había ocurrido la noche anterior aún pesaba en sus hombros, más que el cansancio físico. Miró a su alrededor, sentado en la parte trasera de la camioneta donde habían pasado la noche. A su lado, Matteo dormía, arropado con una manta vieja y el abrigo de Alexander, su respiración era tranquila, ajena al caos que los rodeaba. Elias también estaba ahí, en el otro asiento, su rostro pálido tras el esfuerzo de usar su habilidad la noche anterior, pero con el pecho subiendo y bajando con un ritmo constante. Valeria, como siempre, estaba alerta, apoyada contra el costado del vehículo, su rifle descansando entre sus manos.

Alexander cerró los ojos por un momento, dejándose llevar por el suave arrullo del viento, pero no podía escapar del peso que le apretaba el pecho. Habían logrado sobrevivir, una vez más. Pero, ¿a qué costo? Elias había vomitado sangre, su cuerpo estaba colapsando, y cada vez que utilizaba su habilidad, parecía perder un poco más de sí mismo. Y luego estaba Matteo, un niño atrapado en medio de una guerra que no entendía, perseguido por hombres que veían en él algo más que solo una presa. Alexander no podía permitirse bajar la guardia. No ahora.

El sol terminó por asomar su rostro tras las colinas, bañando el paisaje en un tono anaranjado, pero la escena seguía siendo sombría. El asfalto agrietado, las señales oxidadas y los edificios en ruinas que alguna vez habían sido hogar de familias, todo estaba teñido por el paso del tiempo y la muerte. Y ellos seguían siendo unos pocos, resistiendo entre lo que quedaba.

—¿Cuánto falta? —preguntó Valeria en voz baja, su mirada fija en la carretera vacía.

—Poco —respondió Alexander, su voz ronca por el sueño que no había tenido. Miró el mapa que habían encontrado. Había un pequeño pueblo abandonado unas millas más adelante, según los informes, había sido desalojado antes del apocalipsis. Si tenían suerte, encontrarían refugio allí.

Elias se removió en su asiento, su rostro tenso por el dolor. Alexander lo observó de reojo, sintiendo una mezcla de preocupación. Elias había cargado con tanto desde que se infectó, pero nunca se quejaba. Siempre seguía adelante, sin importar cuánto le costara. Pero Alexander sabía que no podían seguir así. Su novio estaba agotado, y lo peor de todo es que no había forma de saber cuánto más podría aguantar.

—Vamos a salir de aquí —murmuró Alexander para sí mismo, más como una promesa que como una afirmación.

Con el motor ronroneando suavemente, avanzaron por la carretera, alejándose de la fábrica donde casi perdieron todo. El silencio los acompañaba, roto solo por el sonido de las ruedas contra el asfalto desgastado y el ocasional susurro de los muertos en la distancia. La camioneta avanzaba con dificultad, pero no se detuvieron hasta llegar al pequeño pueblo que había sido su destino.

Cuando entraron, notaron el abandono inmediato. No era el típico lugar desolado por los caminantes; parecía que la gente lo había dejado mucho antes de que la infección lo tocara. Las tiendas de las esquinas tenían carteles de "cerrado" en las ventanas, las casas estaban intactas, aunque cubiertas por el polvo y la vegetación que comenzaba a reclamar su espacio. Las aceras estaban agrietadas, pero no había signos de lucha.

—Aquí es —dijo Valeria mientras observaba el lugar con cuidado, sus ojos escaneando los edificios en busca de cualquier peligro oculto.

—Guardemos la camioneta —sugirió Alexander—. No podemos dejarla a la vista por si alguien pasa por aquí.

Young hearts: The Last Love Donde viven las historias. Descúbrelo ahora