"CATANIA II"

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El helicóptero rugía por los aires, rompiendo el pesado silencio que se cernía entre Elías y Alexander. El cielo sobre Italia era gris, opaco, reflejando perfectamente el ambiente tenso que reinaba dentro de la cabina. Estaban en camino a Catania, bajo las órdenes de la General y Alexandra, después de recibir una señal de auxilio perdida hacía cinco días de un helicóptero de la Orden del Diamante.

Elías mantenía la mirada fija en el horizonte, como si la bruma gris que cubría el paisaje pudiera darle alguna respuesta. No había pronunciado una palabra desde que subieron al helicóptero. Tenía los brazos cruzados sobre su pecho, la mandíbula apretada, y su rostro frío e impenetrable, como solía ser desde la muerte de Matteo.

Alexander, sentado a su lado, lo observaba de reojo. Sabía que cualquier intento de conversación acabaría en respuestas secas, pero el silencio entre ellos se hacía cada vez más insoportable. Así que, después de tomar aire, rompió el hielo.

—Anoche… soñé con Mateo —dijo en voz baja, intentando no alterar el frágil equilibrio entre ellos.

Elías no se giró a mirarlo. Mantuvo la vista en el paisaje, pero Alexander notó cómo sus hombros se tensaron un poco más.

—Estábamos los tres... en un prado lleno de flores —continuó, forzando una sonrisa que sabía que Elías no vería—. Jugábamos juntos, como solíamos hacer. Mateo reía, corría entre las flores, y tú… tú también sonreías. Era como si todo estuviera bien otra vez.

Elías soltó un suspiro apenas audible, pero no contestó. Alexander, tomando un poco más de confianza, siguió hablando, tratando de agarrar la mano de Elías.

—Podía oler el aroma de las flores, sentir el calor del sol en la piel. Mateo estaba tan feliz. Yo... yo también lo estaba. Éramos una familia. Los tres... juntos, de nuevo.

Elías apretó los puños, manteniéndose en silencio. Sin embargo, algo en su postura cambió. Era sutil, pero Alexander lo notó.

—Elías —insistió Alexander, su voz suave pero cargada de emoción—, lo extraño tanto. No pasa un día sin que piense en él. Y sé que tú también lo haces, aunque no lo digas.

En ese momento, una única lágrima rodó por la mejilla de Elías, pero él no se movió. No se molestó en limpiarla, ni en ocultarla. Era una pequeña grieta en su fortaleza de hielo, una grieta que solo Alexander pudo notar.

Elías siguió mirando al horizonte gris que cubría toda Italia, ignorando deliberadamente a Alexander, aunque dentro de él, las palabras sobre Mateo lo habían tocado. Por un segundo, los recuerdos del pequeño volvieron a su mente, pero se negó a dejarlos invadirlo por completo. No podía permitirse el lujo de romperse. No ahora.

—No digas estupideces, Alexander —respondió finalmente Elías, su tono seco, pero quebrado en las profundidades—. Mateo está muerto, y no va a volver. Ninguno de esos sueños cambiará eso.

Alexander lo observó, sabiendo que, aunque Elías fingiera dureza, en el fondo estaba igual de roto que él. Pero no insistió más. Sabía cuándo parar, y esta vez, decidió dejar que el silencio volviera a envolverlos.

El general a cargo comenzó a hablar, trazando el plan con precisión militar. En su pantalla, una imagen aérea mostraba la ubicación del helicóptero desaparecido. La última señal del aparato había provenido de un bosque, pero no cualquier bosque. Según los registros, el helicóptero se había estrellado cerca de un castillo, uno perdido en las montañas. Apenas escucharon la palabra "castillo", Elías y Alexander se quedaron inmóviles, la tensión apoderándose de sus cuerpos.

El único castillo en ese lugar era el que ambos conocían demasiado bien. Un lugar que traía recuerdos oscuros y dolorosos, sobre todo para Elías. Allí, entre esas paredes frías y lúgubres, había luchado por su vida, casi sucumbiendo al virus que ahora asolaba al mundo.

Young hearts: The Last Love Donde viven las historias. Descúbrelo ahora