"HACIA LA LIBERTAD"

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El grupo avanzó por los pasillos polvorientos del búnker, donde las viejas luces parpadeaban intermitentemente, iluminando las paredes cubiertas de suciedad y moho. Elías y Alexander conocían bien esas instalaciones, aunque el lugar ahora parecía más sombrío, casi irreconocible en comparación con sus recuerdos.

—Parece que nadie ha estado aquí en mucho tiempo —comentó Alexander, pateando un trozo de metal oxidado que estaba en el suelo.

—No me sorprende. Después de todo, el fin del mundo no dejó tiempo para limpiezas —bromeó Elías con una sonrisa cansada.

Llegaron al garaje subterráneo y descubrieron una camioneta de la Orden del Diamante, cubierta de polvo pero en buen estado. La tecnología moderna de los vehículos de la Orden era evidente en el diseño aerodinámico y las placas de protección en los costados. El grupo comenzó a empujarla hacia la rampa que daba al exterior.

—Vamos, todos juntos, una última vez —dijo Mari, y se unieron fuerzas para llevar la camioneta hacia la luz del día.

Una vez afuera, el débil sol del sur de Italia se filtró a través de las nubes. Sacaron los paneles solares plegables y comenzaron a desplegarlos para cargar la batería del vehículo, mientras Alexander y Elías se encargaban de revisar las provisiones en el maletero.

—Si seguimos la carretera por Via Etnea y giramos hacia la costa en Acireale, podríamos llegar a Siracusa en pocas horas —comentó, señalando el mapa con el dedo—. Desde ahí, podríamos seguir hacia Gela y Agrigento para evitar las zonas más peligrosas.

—¿Y luego? —preguntó Mari, mirando las líneas marcadas en el mapa.

—Podríamos intentar cruzar hacia Trapani y buscar una embarcación en el puerto. Con algo de suerte, podríamos encontrar un barco abandonado que todavía funcione —añadió.

De repente, el rostro de Elías palideció, y un malestar evidente lo invadió. Sin decir nada, se levantó apresuradamente y corrió hacia el baño más cercano. Alexander lo siguió de inmediato, con el corazón acelerado.

El se inclinó sobre el inodoro, sosteniéndose de los bordes mientras su cuerpo se rebelaba contra él. Vomitó una vez, y luego otra, mientras Alexander le sujetaba el cabello con una mano y le acariciaba la espalda con la otra.

—Parece que a los pequeños no les gusta nuestro plan de escape —dijo Alexander.

Elías respiraba pesadamente, limpiándose la boca con el dorso de la mano.

—Pues que se aguanten. No podemos quedarnos aquí a esperar que nos caiga una bomba encima.

—O quizás solo están molestos porque mamá no ha descansado lo suficiente.

—Hubiese descansado si no me hubieras cogido toda la maldita noche...

—¿Disculpa? Desde cuando eres tan directo —respondió Alexander, abrazándolo por los hombros mientras salían del baño.

Elías se recostó sobre las sillas desvencijadas del amplio comedor, que alguna vez había servido para alimentar a miles de personas. La habitación, ahora llena de polvo y sombras, se sentía tan vacía como su propio ánimo. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro profundo, tratando de ignorar el eco distante de la actividad en el búnker. Alexander estaba arriba, en uno de los laboratorios, configurando los trajes para su inminente salida.

Afuera, Mari y Mia jugaban con Matteo y Cristian cerca de un pequeño arbusto cargado de bayas. El cielo nublado y gris apenas dejaba pasar algunos rayos de sol, pero las chicas no parecían inmutarse.

—¡Te juro que lo primero que haré al salir de aquí será volverme a Brasil! —exclamó Mari, sacudiéndose el cabello rizado que se le enredaba en la cara—. Voy a buscar mi vieja casa en la playa y quedarme ahí. ¿Sabes? Hay un sitio en Salvador donde podías nadar con delfines. Siempre quise hacerlo, pero nunca tuve tiempo. Ahora, después de sobrevivir a esto... —hizo un gesto amplio con las manos, señalando todo el horizonte destruido—, me merezco esos delfines.

Young hearts: The Last Love Donde viven las historias. Descúbrelo ahora