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En cuanto Shaggy se levantó y salió del restaurante, me quedé a solas con Scooby. Ahí estaba, frente a mí, el perro que alguna vez admiré y al que ahora deseaba destruir. Era increíble tenerlo tan cerca, y una sonrisa se dibujó en mi rostro mientras lo observaba con atención.—Eres un perro muy bonito, ¿sabes? —le dije, casi burlándome.

Scooby sonrió con esa expresión boba que siempre tenía, respondiendo en un tono tonto:

—Gracias.

Lo miré a los ojos, conteniéndome para no revelar la furia y el ansia que hervían en mi interior. Había esperado tanto por este momento. Sin embargo, me mantuve en silencio, viendo cómo Scooby se dedicaba a mirar alrededor, distraído, sin sospechar en lo más mínimo lo que estaba por ocurrir.

Entonces, el mesero apareció nuevamente, trayendo una bandeja repleta de comida que dejó frente a Scooby. A la vista de esa montaña de platillos, Scooby se quedó boquiabierto, sin saber qué decir.

—Cortesía de la casa —anunció el mesero con una sonrisa.

Scooby observó la comida y luego miró a su alrededor, confundido, tal vez buscando a Shaggy para compartirla. Yo solo sonreí y le dije, en un tono casi afable:

—Si fuera tú, aprovecharía antes de que se enfríe.

Sin pensarlo dos veces, Scooby comenzó a devorar los platos frente a él, ajeno a lo que en realidad estaba pasando. Observé cada bocado que daba, esperando el efecto inevitable. No pasó mucho tiempo antes de que Scooby empezara a parpadear, su energía decayendo poco a poco.

Su cuerpo empezó a tambalearse, y en cuestión de segundos, sus ojos se cerraron mientras caía rendido sobre la mesa, profundamente dormido.

—Dulces sueños, tío Scooby —susurré, una sonrisa maliciosa en mi rostro.

VolveréWhere stories live. Discover now