Capítulo 80 | Dolor

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Ciro

Algunas cosas no pueden arreglarse. Se rompen y ya no hay modo de volver atrás. No importa si intentas mantener los pedazos unidos. Al final, las grietas están ahí y debilitan la estructura. Un solo golpe, por pequeño que sea, puede hacerla pedazos de nuevo.

No somos de acero, aunque a menudo así lo pensaba. Tampoco creo que seamos de cristal, sino una mezcla de ambos. Por imposible que parezca, se pueden tener ambas propiedades. Podemos llegar a ser tan resistentes como el acero o tan frágiles como el vidrio. Todo depende de dónde y cómo se ejerza la fuerza.

Decidí volver a la granja esa misma mañana, después de pasar por casa para ver a Mireia y desayunar.

No le había dicho nada de su padre, no sabiendo cómo reaccionó cuando supo que había sido culpa suya lo de la boda y las fotografías... Llevaba semanas sin dormir bien y, aunque parecía que ya iba mejor, todavía tenía pesadillas. Esa noche se había vuelto a desvelar, me había llamado, pero yo no me enteré hasta que ya iba de regreso a casa.

Conduje no precisamente contento, pues acababa de pasar por casa de Neus y todavía me hacía falta patear más de una farola para no volverme loco de atar. Al llegar al final del camino con la moto, advertí el coche de Nil aparcado en la puerta y a él apoyado sobre la carrocería esperándome impaciente.

—¿En qué cojones estás pensando? —gritó para que lo oyera por encima del estruendo del motor. Paré la moto a un lado, me quité el casco y me apeé.

Lo miré creyendo que sabía a lo que se refería. Pero me equivoqué.

—Mireia me llamó de madrugada. Se levantó asustada y tu móvil estaba sin cobertura —explicó analizando mi reacción. No pude esconder mi desconcierto. No tenía ni idea de que lo había llamado—. Sólo hay un sitio donde no tienes cobertura y ambos sabemos cuál es y lo que pasa allí.

Vaya... Nil conocía todos los puntos y lo curioso es que ya no se le escapaba ninguno.

—Cuando he bajado tus hombres me han prohibido pasar. ¿Desde cuándo me dejas fuera?

—No sé... —me hice el pensativo, susurrando—. ¿Puede ser desde que te tiraste a mi mujer?

Aunque hablaba en voz baja no pude evitar sulfurarme. Me llevaban los demonios al saber todo lo que había ocurrido. Lo empujé contra el coche y le grité:

—¿Crees que puedo soportar esto?

Nil parecía un tanto asustado, aunque procuraba esconderlo. Lo solté y retrocedí un par de pasos. Tenía tanto dentro que, si lo golpeaba, no estaba seguro de poder parar.

—Cuando supiste que me había enamorado de ella, me dijiste que no iba a soportar tenerla lejos. Querías que luchara por ella, que me entregara a lo que sentía. Es irónico, ¿verdad? Hubiera sido difícil, pero hubiera soportado estar sin ella. Lo que no soporto es que tú también estés haciendo lo mismo. No puedo con esto, Nil. Tienes que alejarte de ella.

—¿Y si no pienso hacerlo?

Lo miré vacilante.

—Si te importamos de verdad, lo harás.

—¿Por quién hablas, Ciro? ¿Por ti o por ella?

—Por los dos.

—No. Ella no opina lo mismo.

Le di una patada a la tierra del suelo y varias piedras salieron volando, estrellándose algunas contra la llanta del Alfa Romeo y la chapa color esmeralda.

—¿Dónde ha quedado nuestra amistad? —lo interpelé, más que queriendo, deseando que cediera—. Si mandamos esto a la mierda, te conviertes automáticamente en mi enemigo. Y no olvides que nos conocemos demasiado, que sabemos dónde hay que tocar para hacerle daño al otro.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora