SPEZIA

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Cuando Alessandro me dijo que el viaje no era por trabajo, sentí que mi corazón daba un brinco.

—Es para nosotros dos solos —confesó, con esa voz suya que parece siempre llevar un secreto.

¿Qué puedo decir? Alessandro tiene la habilidad de hacer que cada palabra suene como una promesa envuelta en peligro y tentación.

Italia. Siempre había soñado con conocer este país. Cuando lo mencionó, me quedé sin palabras, y su sonrisa traviesa me hizo sentir que había algo más detrás de este viaje. Lo que no sabía era que Alessandro había olvidado que yo hablaba italiano... Un detalle que, créanme, pronto se le refrescaría en la memoria.

La mañana comenzó con un baño compartido. No sé cómo terminamos allí, pero puedo asegurarles que ninguno salió del agua sin que las cosas se calentaran más de lo que el vapor podía manejar. Alessandro y yo tenemos esta... ¿cómo decirlo? Necesidad insaciable el uno por el otro. Cada caricia, cada beso es un incendio que ninguno de los dos quiere apagar.

Cuando finalmente logramos vestirnos (después de varios intentos fallidos de mantenernos serios), nos dirigimos a La Spezia, también conocida como el paraíso para los amantes de la cocina. Alessandro sabía que este lugar me haría feliz, y no se equivocó. Desde el momento en que llegamos, me sentí como una niña en una juguetería.

—¡Dios mío, mira eso! —exclamé, brincando de emoción al ver los mercados llenos de especias y aromas embriagantes.

Alessandro no podía dejar de reírse.

—Pareces una leona en la jungla —dijo, tomándome de la mano.

Mientras explorábamos, me sumergí tanto en los sabores que saqué mi pequeña libreta. Es mi diario de recetas, donde apunto cada cosa que pruebo, cada combinación que me inspira. Alessandro, al verme tan absorta, me miró con una mezcla de admiración y... ¿ternura?

—¿Por qué llevas eso contigo? —preguntó, curioso.

—Es mi diario de recetas —dije, orgullosa, aunque no pude evitar sonrojarme un poco.

Alessandro sonrió, pero esta vez su mirada cambió. Se veía... diferente. Me miraba como si acabara de descubrir algo que no esperaba en mí.

—Me pareces fantástica, Juliana —dijo de repente.

Me puse roja como un tomate. ¿Fantástica? Antes de que pudiera responder algo coherente, añadió:

—Justo ahora tengo ganas de ti otra vez, leoncita.

—¡Ponte serio, vale! Esas cosas no se dicen así y aquí —respondí, queriendo parecer firme.

—Tendrás que acostumbrarte a mí, porque suelo ser así de coqueto en donde sea con quien me gusta —dijo con esa sonrisa que siempre me desarma.

Procesando su respuesta, solo pude guardar silencio mientras me llevaba a una famosa heladería. Todo iba bien hasta que descubrimos que solo aceptaban efectivo. Alessandro insistió en ir al banco a sacar dinero, a pesar de que yo quería pagar.

—Ya vengo, amor —dijo casualmente, y se fue caminando hacia el banco.

¿Amor? ¿Por qué me dice eso? ¿Acaso no sabe lo que provoca en mí esa palabra?

Mientras esperaba, el caos estalló. Un hombre intentó arrancarme la cartera. ¡Como si fuera a dejar que eso pasara! Antes de que el ladrón pudiera siquiera reaccionar, lo agarré, le hice una llave maestra y lo derribé al suelo con un movimiento tan rápido que ni él ni los curiosos supieron qué había pasado.

—¡Bastardo! ¿Pensi che perché sono una donna non possa difendermi? —le grité con toda la rabia acumulada mientras lo inmovilizaba.

El ladrón, que hasta hacía un momento había tenido cara de matón, comenzó a suplicar clemencia por el dolor en su brazo.

Amor a la Juliana Donde viven las historias. Descúbrelo ahora