Capítulo L: El reino donde nadie muere.

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Giré en la cama, soltando un suspiro al echar un vistazo al reloj.

1:46 a.m.

Desde hace media hora estaba en un constante intento por quedarme dormida. Incluso hice el tonto truco de imaginar ovejas pero luego de la treinta me aburrí e imaginativamente le disparé a la oveja número treintaiséis, gruñendo como Mamá Osa cuando di la decimoquinta vuelta de la noche.

Unos minutos más y terminaría siendo un rollo de sushi.

Con letargo agarré el teléfono de la mesa de noche, achicando los ojos por el inmediato alumbrado de la pantalla, cuando coloqué la contraseña y toqué la imagen para mensajes. No sé qué me impulsó a hacerlo, pero como los viejos tiempos, cuando éramos pequeños y algo malo pasaba, mi instinto era escribirle a Harry. Luego de unos años me asusté, dándome cuenta de que cada vez que el instinto se activaba, mi mente me detenía en mis propios pasos, recordándome que Harry ya no era una persona en la que podría contar. Me hacía sentir solitaria con mis problemas.

Pero creo que poco a poco él iba regresando.

Mis dedos se deslizaron por las teclas: «¿Estás despierto?»

No tenía esperanzas de que lo estuviese. Aún podía escuchar el silencio de la calle, a duras penas violentado por los chirridos de los grillos, y podía estar segura de que no había un alma despierta allá afuera. Tal vez algún adolescente iluminado por la pantalla del computador, pero Florida era bastante conocido por ser un estado geriátrico. No por nada las galletas bajas en azúcar brillaban con fama por aquí.

Eso incentivó a que mis ojos se abrieran cuando recibí una respuesta:

«¿No puedes dormir?»

De acuerdo, eso no era una respuesta. ¡Cuán rudo en responder con otra pregunta!

«Observando al techo, no. Intento ignorar los ronquidos de Aaron.»

Alcé las cejas al observar cómo el teléfono anunció una llamada entrante, precisamente de Harry, por lo que me cubrí con la manta en un pobre intento de crear una barrera que simule un hechizo de Muffliato. No obstante, un ronquido mayor en la habitación de al lado me indicó que no era del todo necesario, por lo que desistí de la idea―: Hey. ―Saludó en un susurro.

―Hey. ―dije en el mismo tono, sin alejar mí vista del techo. Un montón de estrellas que brillan en la oscuridad me recibieron―. No respondiste mi pregunta.

―Supuse que con el simple hecho de responderte quedaba claro.

Negué con la cabeza inconscientemente, diciendo burlona―: Tantos malos modales.

Él rió, soltando un suspiro. Ambos nos quedamos en silencio por unos segundos, escuchando la respiración del otro, cuando de la noche a la mañana su voz volvió a sonar en el aparato y musitó―: ¿Columpios?

Una extraña sensación me recorrió el cuerpo.

―¿En serio? ¿A esta hora? Debe hacer frío afuera.

―Ninguno de los dos puede dormir.

Bueno, hace tiempo no íbamos al parque del vecindario. Tal vez conmemorar los viejos tiempos sería en realidad algo bueno, y sería más interesante que estar observando cómo las estrellas del techo estaban allí sin hacer nada más que observar mi patética vida―: Nos vemos en cinco minutos. ―Determiné, levantándome de la cama para ir a sacar el primer suéter que salga de "la silla", colocándolo encima mientras abría con cuidado la puerta del cuarto luego de calzar mis pantuflas de garras. En comparación con las habitaciones de las protagonistas como Bella Swan, no había un mágico árbol al lado de mi ventana que me permita deslizarme hasta la grama de afuera; de hecho, lo único que había en su lugar era un muro de ladrillos que dividía la casa de al lado con la nuestra.

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