Capítulo IV: Manual de cómo no ligar.

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Era lunes de nuevo...

Si bien existían personas que se alegraban por el comienzo de una nueva semana, definitivamente yo no estaba entre ese grupo.

Quizás era por los gruñidos que solté cuando mi amiga Sarah inició con su rutina satánica para despertarnos, o el que ahora lucía como un jodido zombi con ganas de devorarme hasta el gordo trasero de George Bush, pero creo que todos notaban que realmente nunca podría encontrarme en ese grupo de personas radiantes y risueñas; no cuando Sar nos había levantado dos horas y media antes de la gente con sentido común. Y aunque la esclavitud había sido abolida en Estados Unidos hace cientos de años, justo ahora estaba siendo obligada a usar una diminuta falda blanca junto a la camiseta a juego como si tuviese cadenas atadas a mis tobillos. ¿Por qué? La respuesta era una de las cosas más sencillas que he contestado...

Ella quería impresionar a Chranble... pero no lucir tan notoria.

Todo era un plan de discreción. Si todas nos vestíamos como si supiésemos lo que estábamos haciendo al sostener una raqueta, entonces no solamente ella sería quien sufriese las consecuencias de la humillación por no saber hacerlo en realidad. Si encontraba a su dichoso Chranble, entonces se olvidaría de nosotras y yo podría felizmente regresar a mi habitación para quitar esa ridícula ropa de encima.

De todas formas tampoco pensaba usarla como correspondía. Me sentaría en las gradas a ver cómo mis dos mejores amigas y mi prima tiraban una pelotita verdosa de aquí para allá mientras escuchaba a todo volumen música con mi iPod. Y eso es lo que estaba haciendo justo ahora para ignorarlas en su charlatanería: «Harlem», por New Politics sonaba mientras caminábamos por el semi-desértico campus de Melbourne.

Noté cómo unos pocos chicos que no estaban en todos sus cabales —¿despiertos a esta hora? Diablos, tal vez el suicido sí era una opción— hablaban riendo en unas mesas más allá, y una pareja se sentaba en el césped besándose —puaj— mientras más atrás veía cómo una chica diminuta corría con unos cuantos libros hasta la biblioteca.

Y nosotras estábamos en frente de las canchas de tenis. Fantástico.

Unas chicas que sinceramente lucían más impúdicas que las kinderwhore estaban sentadas en una de las esquinas de las gradas, cuchicheando entre risas entretanto señalaban para nada reservadas a los pocos chicos en shorts antes de continuar murmurando. Los chicos se agrandaban al notar esto, flexionando los músculos para el deleite de las otras dos. Sar soltó un suspiro a mi lado como si estuviese en el mismísimo Disneyworld mientras yo anhelaba largarme de aquí negando con mi cabeza sin poder creer que sean las cinco de la mañana y yo esté despierta.

—¡Deberíamos hacer un dos contra dos! Hago equipo con Paz.

Paz Parker, también conocida como mi muy estimada prima. Había sido mi cómplice en la mayoría de los disparates que había hecho durante la niñez y no hace mucho se trasladó a la Academia Melbourne luego de que sus padres hubiesen decidido enviarla a una educación mejor, arribando con la eventualidad de que por azares de la vida terminó siendo asignada a la habitación contigua, la del lado derecho. Lo que nos dejaba a mí argumentando con Sarah sobre cómo deberíamos haber dejado dormir a mi pintoresca pariente, con ella haciendo hincapié en que mientras más, mejor.

Sea como sea, yo tenía que continuar porfiando por mi orgullo.

—No, no deberíamos.

Claro que no había tenido en planes lo siguiente:

—Estoy totalmente de acuerdo con Bunny Bear, chicas. Estaba pensando en que quizás podría tener un pequeño partido contra ella nada más. —Ahí venía esa voz... Sabía que despertarme tan temprano no traería más que desgracias a mi lunes.

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