Capítulo LXXIV: Un espíritu de vidrios rotos.

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El sonido nervioso de mis pies me inquietaba.

Ver a las personas usando batas blancas, caminando sin detenerse a pensar por un momento. Izquierda a derecha, derecha a izquierda. Era la tercera vez que juntaba mis manos para infundirme un poco de fuerza, ayudarme a combatir con toda la ansiedad que colmaba a mi cuerpo de hoyos pesimistas.

Cerré los ojos, apretando el agarre entre mis dedos y pensando «todo esto es una pesadilla. Tiene que serlo. Despertaré y estaré en mi habitación, con la frente perlada de sudor», entonces volvía a abrir los ojos y seguía en este lugar tan parecido al infierno. Y ella seguía en este lugar tan parecido al infierno, también. Las camillas con personas moribundas, la sensación apabullante de muerte y los pasos resonando sobre la cerámica. Nada cambiaba.

Existe la desesperante posibilidad de que nada de lo que estoy diciendo tenga sentido, que nadie comprenda lo que está sucediendo o piense que he perdido por completo la cordura, y tal vez tenga razón, pero también está la posibilidad de que me haga entender si regreso en el tiempo y me explico a mí misma. No a un viaje trascendental, como el siglo en que Madonna nació o Alejandro Magno murió, sino a un par de horas atrás. Tres horas, para ser más exactos, al momento en que Sarah Gallagher me llamó por teléfono para sollozar y suplicar como una chiquilla con sueños rotos.

Estaba por mi cuenta.

Maggs arrastró a Paz a una galería aburrida sobre «el arte de los globos en el siglo XXI» porque ganó dos entradas en un restorán de comida taiwanesa al ser el cliente número novecientos noventa y nueve mil. Los muchachos, por otro lado, estaban ocupados con trabajo comunitario ya que llenaron de papel sanitario a la oficina del decano Johnson en la noche de Halloween. Y Sarah, ella era una historia completamente distinta: no regresaba desde la fiesta, siendo un mensaje a las tres de la mañana que decía «on experen x mi, nnas. Bsos y abraos las kiero muasx» la única señal de vida que dio durante el resto del día.

Nadie pensó que estaba sobria.

El lado positivo es que la soledad venía de la mano con la libertad necesaria para escribirme con Hardcox en la comodidad de mi habitación y comer malvaviscos con mantequilla de maní como una futura adulta deprimente. Si la pintura no era lo suficientemente ridícula para ser motivo de un monólogo de comedia, usaba el cuchillo para untar como un micrófono en mi presentación de «Tonight Tonight» y me veía bailar frente al espejo con pasos que lucían más delicados en mi mente.

          "Hardcox: ¿Así que me culpas de que tengas la canción de Pokémon pegada en tu cabeza?"

Reí, escribiendo con la portátil sobre el colchón y mis pies apoyados en los dedos para alcanzar la altura del teclado desde la alfombra. "LadyLigeia: No hay otro culpable. Tú comenzaste a cantarla como un fenómeno en medio de la oscuridad."

          "Hardcox: ¿Así es como pagas mi generosidad? Fui material para un príncipe de sangre azul y ahora te burlas de mí. No hay manera de herir a mi corazón tan profundamente como la que acabas de utilizar, LadyLigeia."

          "LadyLigeia: Rey del drama."

          "Hardcox: Reina de los malagradecidos."

Abrí mi boca, a punto de protestar.

          »¿Qué haces en este momento?

          "LadyLigeia: ¿Por qué quieres saber?" Puse una cara sonriente para no sonar tan seria.

Engullí otro malvavisco ―demonios, debía retomar las caminatas por el campus. Pero no podía alejarme de la mantequilla de maní. Una vez solté «¿no te gusta la mantequilla de maní? ¿Qué eres? ¿Un comunista?» contra un niño que alejó su sándwich de mermelada y mantequilla como si fuese un tazón de brócoli. Su ofensa había tocado mi fibra sensible― cuando sonó el característico «tilín» que indicaba un nuevo mensaje en la plataforma.

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