Capítulo 12

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—Entra sin gritar, o disparo —susurró alguien.
Caminé sin respirar por donde el hombre me dirigía, no sonaba como un hombre; más bien joven. Pateó la puerta para cerrarla al pasar, y me acompañó con el arma hasta un asiento.
—Date la vuelta, y siéntate —ordenó.
Mi cabeza se había convertido en una catarata de pensamientos. Mis padres, mi hermana, mis amigos. Ese lugar, los jardines, Zora. Los Oficiales, la muerte, la tortura.
Obedecí. El joven clavó su mirada severa en mí, apretó su mandíbula y acomodó el arma en su mano.
Curiosamente ninguno de los dos parecía agitado. Supuse que la resignación había consumido hasta la última gota de sudor en mis manos, e incluso, no dejaba que temblase en lo más mínimo. No demuestres temor, me dije a mí misma.
—Vacía tus bolsillos —saqué la linterna y la apoyé en el piano.
Tensó sus hombros, y me apuntó la cabeza.
—Ruédala hacia mí —dijo —. Con cuidado —advirtió.
Tenía una goma elástica en la cabeza, que sostenía los bucles marrones que intentaban colarse en su rostro.
Tomé la linterna y me agaché hacia el piso; al apoyarla, desvié la mirada hacia sus pies. Estaba descalzo, y bajo su ancho y ababuchado pantalón escondía una venda en el tobillo izquierdo.
Entonces, en lugar de rodar la linterna, quebré la muñeca y salió disparada hacia su entrepierna. Ese microsegundo en el que su cuerpo se movió hacia el costado, me dio el tiempo suficiente para patear su tobillo herido y hacer que cayera de costado.
Pero al intentar pasar por encima de él (para encaminarme hacia la ventana abierta), sentí cómo encerraba uno de mis pies entre sus pantorrillas.
Giró sus piernas y caí de bruces. Él me tomó por la cadera, y en un acto reflejo, me sacudí y levanté las rodillas. Lo pateé justo en la barbilla. Me liberé y me adelanté unos cuantos metros más, pero sentí el estallido silencioso de la pistola y el impacto en mi pierna derecha. El dolor hizo que volviera al suelo, inmovilizada.
Oí cómo corría detrás de mí. Y cuando volteé a verlo, se acercaba mientras se quitaba la sangre de uno de los costados del labio, donde le había dado el golpe.
Me tomó por los tobillos e intentó arrastrarme. Supongo que debí haber soltado un débil grito, porque me calló de forma automática.
— ¡Cállate! —susurró desesperado.
— ¡Déjame ir! —bramé entre quejidos.
— ¡SH!
Dejó de arrastrarme al llegar a uno de los costados de la habitación, donde había una ventana cerrada, y un cajón con almohadones, justo debajo de ella. El cajón era parte de la pared, y actuaba como lugar de ocio frente a la ventana.
Me soltó y tiró de la manija del cajón, que resultó ser una puerta que se levantaba.
— ¡Vamos, métete! —susurró apurado. Más allá de la puerta del aparente cajón, no había más que oscuridad.
— ¿Eh? Deja...
— ¡Hazme caso! —pidió.
Titubeé, y luego me deslicé hasta traspasar la puerta.
—No hagas ruido —dijo.
Cerró la larga puerta, y entonces me dio la sensación de que acababa de meterme en un sarcófago. En aquel espacio entraba sólo un cuerpo, y nada más.
Sentí ruidos más allá. Dos tiros, pero ningún grito. El ruido de una botella caer al suelo.
—Señor... —la voz de un Oficial. O al menos eso pensé. — Escuchamos... Oh, disculpe.
— ¿Quién se piensa que esss ussssted, para entrar en mi casa de esa manera? —hubiera podido jurar que no me había parecido verlo borracho.
—Disculpe, pero los tiros, y algunos ruidos...
—Sí. Déjame tdanquilo, hombre. A menos que quieras hacer de... — ¿Eso fue un eructo? — de sostén para mis manzanas.
—Disculpe —se arrepintió el Oficial.
La puerta se cerró.
Dios-mío. Una persona del Epicentro acababa de salvarme de Oficiales. Por segunda vez en tu vida, Annabeth.
Además, había encontrado otra diferencia entre aquel lado del muro, y el de mi hogar: los Oficiales protegían a las personas. Verdaderamente las protegían.
Me sobresalté cuando la puerta del sarcófago se abrió. Apareció el joven.
— ¿Vas a salir?
Noté que estaba tensa. Respiré, y me arrastré fuera.
Al salir, observé a mi alrededor: la puerta estaba cerrada (y posiblemente, con llave), de igual modo ambas ventanas, y cualquier tipo de vía de escape. Mierda, pensé.
—Bueno —dijo, e hizo un ademán con el arma —, si no hubieras hecho esa estupidez, no hubiera tenido que dispararte.
Lo observé anonadada, y luego me toqué el lugar donde se suponía que debía estar la herida. Sentía la piel latente y un dolor profundo en el músculo.
—Son balines de goma. Te dolerá por unos días, y el hematoma se desvanecerá en una semana —me miró de arriba hacia abajo, y tomó mi muñeca para comprobar mi piel —. Dos semanas —confirmó.
Retiré mi mano de sus ojos. Y lo examiné. Estaba claro que no estaba borracho, aunque el par de bucles que había liberado de la goma en el pelo, le daban un aspecto de más abandono que antes. A pesar de aquello, y de su ropa (tanto su pantalón, como su camisa manga larga y con hilos cruzados trenzados en el pecho), se notaba que provenía de una familia de elite.
Entonces bajó el arma, y se cruzó de brazos frente a mí.
—Bien. ¿Qué demonios hacías en mi jardín?
Me quedé en silencio, sosteniéndole la mirada. Mordiéndome la parte interior de mi boca.
—Tengo toda la noche —anunció apoyándose de costado contra el marco de la puerta.
Seguramente estaría interesado en la narrativa de mis últimas seis horas. De mis últimos cinco años tal vez.
—Te escuché tocar, y me acerqué —contesté sin inmutarme.
—Estoy seguro que desde Civitas se escuchaba a la perfección —alardeó.
Apreté mi boca, y entonces tomó un pequeño banco y violentamente apoyó su arma. Luego me mostró las manos.
— ¿Mejor?
No asentí. Pero lo estaba.
—Dime, lacios de oro, ¿quién te envía?
¿Lacios de oro? Que imbécil.
—No me envía nadie —me limité a contestar.
Se quedó mirándome, avanzó lentamente y apoyó sus manos en sus rodillas. Quedamos a la misma altura, cara a cara. Bajé la vista mientras me hablaba de costado.
—Mira, maldita niña estúpida. Quiero que me des una buena razón para dejarte ir sin llamar a nadie —dijo casi en un susurro y se alejó —. Dime, qué hace una niña de Civitas en el Epicentro, más específicamente en mi jardín.
Está intentando intimidarte, dijo una voz en mi cabeza. Y entonces una cólera inesperada surgió de mi interior, sentí cómo la bronca me quemaba como fuego.
Todas mis cartas estaban sobre la mesa. El ricachón llamaría a los Oficiales tarde o temprano, no tenía nada qué perder. Así que me levanté y lo empujé.
—Déjame ir, ahora.
Alzó una ceja, desafiante. Mi empujón no había parecido afectarle en lo más mínimo, de hecho, ni siquiera se había molestado en apartarse o en detenerme. Tampoco había pesado que hubiera querido quitarle el arma.
Era evidente que no significaba una amenaza para él.
—Responde lo que se te pregunta, subversiva.
Subversiva. Oh no, ya tienes el título.
En lugar de responder, caminé hacia la puerta e intenté abrirla. Nada, cerrado.
Se le escapó una risita.
Entonces me volteé y me posicioné justo frente a él. Intenté empujarlo, pero en un movimiento rápido giró mi brazo, y me dejó inmóvil contra la pared.
—Vamos cariño, estoy perdiendo mi inexistente paciencia.
Me sacudí y volví a liberarme.
—Escapé de los Oficiales hace unas horas —dije.
— ¿Y cómo es que te encontraron los Oficiales? —preguntó, en sus ojos dejó entrever que esperaba una respuesta obvia, o que había escuchado con anterioridad.
Pensé en qué podía decir, y resolví que la verdad no era tan catastrófica o ilegal.
—Salí después del toque de queda a visitar... una casa abandonada.
—Con tus amigos...
Asentí y lanzó un resoplido mezclado con una risita.
—Saliste de tu casa. A hurtadillas. Con tus amigos. A visitar una casa abandonada. Violaste el toque de queda y al escapar de los Oficiales... terminaste donde probablemente cada ser viviente te entregaría con sólo ver tu sombra —enumeró haciendo ademanes con la mano —. Qué inteligente.
Me mordí la lengua y lo miré irritada.
—Casi tan inteligente como esconder en tu sala a una subversiva, luego retenerla, y dejar sobre la tapa del piano un objeto indeseable —repuse mirando con suficiencia la tapa verde con símbolos que no entendía.
Su boca se torció en un gesto casi divertido.
—Llámalo por su nombre, es un libro —dijo.
Me crucé de brazos.
—Entiendo... entiendo, entiendo —repitió riéndose —. Mi silencio, a cambio de tu silencio.
Primero se tocó su pecho con ambas manos, y estiró los brazos hacia mí, como si de empujar aire se tratase.
Algo me decía que no necesitaba de mi silencio, pero de todas formas asentí. Me ofreció la mano derecha, y cerramos un trato.
—Mi nombre a cambio de tu nombre —sugirió.

Lo miré con desconfianza.
—Ann.
—Tom.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora