6. A

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Durante todos estos años, las profesoras y la institución, habían estado observándome. Se suponía que ese pergamino era la palabra definitiva, era el objetivo de la Escuela de las Convenciones: me dirían en qué trabajo soy sobresaliente. Y así, podría empezar las pasantías que me encomendaron. 

Supongo que a todos solía pasarles lo mismo, y es que no sentía que fuera particularmente buena en algo. Lo bueno, "bueno", era que si se equivocaban al asignarme un trabajo, podía cambiar. En realidad, ellos decidían si se habían equivocado, y te rotaban por diferentes áreas hasta encontrar el oficio justo con tus manos (o tu cabeza).

Camino a la plaza, acomodé mi cabello en una cola, al igual que Helen. Aunque mi cola era demasiado diferente a la suya: mientras la mía era de pelo dorado y largo, como de caballo, la suya era de pelo marrón y corto por el frizz. Más bien, seguía siendo incontrolable y único.
—Te saqué un par de medias —dijo mirando sus pies —, las mías se perdieron.
Me sonreí.
— ¿Debajo de la cama? —pregunté.
—No me fijé —admitió, y se acomodó el vestido.
Miré para corroborar cuáles medias eran, y sí: eran las que Dracco y Malina me habían regalado hacía un año, y que tenía que doblar para que se mantuvieran debajo de mis rodillas. Algo que Helen, evidentemente, no tenía que hacer. Y es que estaba sacando la altura de mi padre.
—Josua no vendrá —afirmó mientras buscaba por toda la plataforma en la Plaza de las Arenas.
Josua, el novio (bobo-y-odioso) de mi hermana, hacía ya tres meses. Tonto. Muy tonto.
—Qué lástima... —dije revoleando los ojos.
Ella me devolvió el sarcasmo con una mueca y luego dijo:
—Ahí está Elioth.
Alcé el brazo por no mucho tiempo, ya que siempre nos encontrábamos en la misma esquina. Un chico bastante más alto que los demás, de piel blanca y salpicada en pecas, y con los pelos negros totalmente revueltos, se abría paso entre alumnos de primero.
—Pásame el veneno, que hay invasión de hormigas —dijo esquivando unos cuantos chicos.
—Pensar que así de emocionados estábamos nosotros en nuestro día de admisión —comenté.
Aquel día solía ser especial para toda la escuela: un curso abandonaba el complejo, para cederle su lugar a otro de alumnos de primero.
—Daniel estaba tan emocionado que casi se desmaya —recordó él.
Sonreímos y el camión estacionó a unos cuantos metros.
—Sí, hablando, ¿Daniel? —pregunté.
Nunca me había gustado que mis amigos corrieran el camión. Por lo general, esa era mi tarea.
—Aquí —apareció a mi costado —. Desaparezco unos segundos y ya me extrañas —dijo pasándome el brazo por los hombros.
—No hagas que me arrepienta —dije quitándolo de encima.
— ¿De?
—De notar que no estabas.

Elioth se rió y Moro fue el primero en subirse al camión.
Moro había abandonado las expresiones de niño, seguía siendo insoportable —e hiperactivo—, pero se veía cada vez más adulto. Hasta hubiera podido afirmar que ya se afeitaba. Debían ser los genes Roth, Daniel se había visto casi igual a él al pasar por los dieciséis.
—El gran día —dijo Daniel frotándose las manos —. ¿Qué creen que será?

Se lo notaba exaltado, había hablado de aquel momento desde que había empezado el año. Aunque él lo sabía, sería peón de su padre en el negocio familiar. Desde siempre, Daniel había sido la alegría y el orgullo de la familia Roth, estaba segura que no dudarían ni un segundo en darle el negocio familiar a su primer y adorado hijo. Moro siempre había sido el... desalineado. Eso no iba a pasar, la herrería nunca sería para Moro. De todas formas, Daniel fingía sus dudas, supongo que en un intento de ser amable, pero a Moro poco le importaba: a él nunca le había gustado el taller.

—Fábrica —contestó Elioth levantando los hombros —, estoy casi seguro.
— ¿Annabeth?
—No lo sé. Algún bello trabajo, en algún bello lugar, en alguna bella fábrica —dije, parpadeando muchas veces y suspirando enamorada.
—Apuesto que el trabajo de Annie será más interesante que el de ustedes —dijo Moro. Siempre apostando a mí.
Levanté mis hombros y los dejé caer, luego sonreí, quitándole peso a la charla.
—Me da un poco igual...
—No debería —objetó Daniel, y abrió como platos sus ojos hundidos—. Eso serás el resto de tu vida.
Mi hermana chascó la lengua, desacreditando el comentario
—Así, suena horrible—contestó Helen subiendo sus pies al asiento.
El camión se movía de un lado a otro, pero en un salto brusco entró en la acera de la escuela, y se sentía como flotar.
—Claro que no —dijo Daniel arrugando su nariz —. Cualquiera estaría emocionado por saber qué hará el resto de su vida.
—Annie no —aclaró Eio riendo.
—Pasar el resto de mi vida en una fábrica... —dije con aire ausente. Miré a Daniel con ojos desesperados, y me reí.
—Puedes ascender... —advirtió Dani.
—Sí... —dudé.
—De igual forma seguiría estando en una fábrica —aclaró Helen, llevando una de sus comisuras a un costado.
La miré con la misma cara de espanto.
—Sigue sonando horrible —bromeé.
Mi hermana asintió repetidas veces, con una cara que rozaba el asco.
—Quizás no sea en una fábrica —divagó Eio mirando por la ventana.

El enorme y verdoso pastizal se abría paso en lo ancho y lo largo del complejo. El camión iba tan deprisa, que casi era imposible fijar los ojos en lo que aparecía y desaparecía en el agujero de tela (que jugaba a ser ventanilla).
—Se acerca —afirmó, volviendo la cabeza.

Tres segundos más tarde, el camión pasó por el único pozo en todo el liso camino de asfalto. Más que un pozo, parecía un cráter. Elioth era el único que sabía cuándo estaba por llegar; desde hacía dos años intentaba seguirle los ojos, para enterarme qué era aquello que usaba de referencia. Nunca había podido dar con la señal, y siempre que jugaba a intentar alertar el momento, el cráter nos tomaba por sorpresa.

La parte trasera del camión se hundió por un segundo en el asfalto, y con rudeza volvió al pavimento liso. Como si las ruedas chocaran contra el borde de una vereda. Todos se sostuvieron, y sin embargo, al fijar mis ojos sobre el cuerpo de Elioth, sentí un ahogo de susto al notarlo muy cercano a la barandilla del final de camión. Como si se tratara de una cámara lenta, en una acción instantánea, tiré de su brazo hacia mí, hasta que su cuerpo se estabilizó.
—Uooou —dijo Moro después del cráter.
—Helen, tu pie —se quejó Daniel.
Noté que estaba aferrada al brazo de Elioth.
—No me voy a caer —susurró él. Y rió.
—Ya, pasa hacia aquí —dije.
Me levanté, dejándole espacio suficiente para que se deslizase a mi lugar.
—Estoy bien, Annie —rió más.
Le clavé la mirada (o eso debí haber hecho), porque sonriendo se deslizó, y pasó detrás de mí. Me senté en su lugar, justo en el borde, aunque ya no se veía peligroso.
—Mejor —le sonreí.
Elioth me sostuvo la mirada, como si intentara dar con la tecla. Su expresión era la mezcla perfecta entre el interés y la sorpresa. La voz de Daniel lo devolvió al camión.
—Límpiate la comisura, campeón —alardeó.
Él se puso bordó y rió apenado, pero no dijo nada. Yo lo empujé amigable con el codo, y desvié la conversación.
—Hablemos del nuevo corte —dije, haciendo un movimiento de cabeza hacia Daniel.
Hacía algunos días se había rapado por completo, casi parecía un Oficial.
—Así no se parecen tanto —dijo mi hermana.
—Queda claro quién es el más lindo —Moro infló el pecho.
—Daniel, eso... ¿tienes arrugas? —Eio se estiró sobrepasando a Helen, y pasó los dedos por la frente de Dani.
—Ya, ya... —dijo Daniel — enamorado... no me toques.
Otro silencio se hizo y el camión se sacudió al estacionar.
Salté la barandilla, y encomendé a Elioth la tarea del puñetazo. No me gustaba cuando Daniel insistía. Y menos aún, cuando mi hermana y Moro se unían también.
—Aire al fin —dijo Helen detrás de mí —. Moro se descalzó en el camión.
—Intenta dormir ocho horas con ese olor en el ambiente... —dijo Daniel.
—Intenta dormir ocho horas con un tipo de estómago sensible —replicó Moro.

Nos separamos de mi hermana y Moro para ir a nuestro edificio.
—Todo cambiará después de hoy —dijo Daniel. Parecía deprimirse con cada paso que daba hacia el lugar.

Ambiguo por donde se lo mirase. Quería desesperadamente tener el pergamino en su mano, y a la vez, no abandonar la Escuela de las Convenciones.

—No seas dramático —dije.
—La vida no acaba —aclaró Elioth.

Nos reímos, y caminamos más lento.

Qué ilusos.


SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora