Capítulo 21

88 20 3
                                    

Habíamos desempolvado cada mueble oscuro en la casa antes de salir. Mi madre lo había pedido, apostaba que esperaba que demorásemos mucho más, pero en un abrir y cerrar de ojos, estábamos en la calle y encaminadas hacia la casa de los Roth.
El otoño era de esos períodos del año en los cuales, cada rincón de Civitas, lograba explotar su potencial. Los colores cálidos eran los mejores para vestir los arboles, que estaban, en su mayoría, secos o cubiertos de hojas secas.
Tal y como había deseado Helen la noche anterior, las nubes se habían ido y el sol se encontraba en lo más alto de la laguna celeste; brillando y acariciando la piel de la forma más dulce que podía existir.
Mi hermana se adelantó unos pasos, y tocó dos veces. Mientras, acomodé la cámara en mi bolsa, que había cargado demasiado apurada como para asegurar su integridad.
—Quién es... —un ojo se asomaba por la hendija.
No fue necesario contestar, el ojo de Alessandra —la señora Roth—, nos analizó unos segundos. Chasqueó la lengua detrás de la puerta y la abrió, luciendo una flameante y forzada sonrisa.
—Ya sale —se limitó a decir, y regresó a su expresión de asco justo antes de cerrar la puerta.
Después de unos minutos, la curiosidad comenzó a latir, y regresé unos pasos hacia la ventana. Me posicioné, como si realmente no quisiera ver más allá de las cortinas floreadas; pero entonces, justo entre las telas, apareció el cuerpo robusto de Moro que, con sorna, se colgaba una bolsa de cuero al hombro.
No me hubiera extrañado si hubiera seguido el camino a la puerta, pero un cuerpo igual de grande entorpeció su paso. Alessandra era de esas personas que se veía aún más colosal; cargaba un ímpetu y una violencia al hablar que asustaba. Ella tomó por el hombro a Moro (hombro-casi-clavícula), acercó su rostro y le dijo algo que hizo que su mandíbula se tensara. Moro se sacudió, liberándose de sus garras, e intentó seguir. Pero Alessandra lo tomó del cabello esta vez.
El corazón me dio un vuelco, y el miedo a que pudieran llegar a cruzarse con mis ojos hizo que volviera junto a Helen.
Medio minuto después, Moro cruzó el umbral mientras se acomodaba la ropa. Se permitió mantener su tristeza hasta cerrar la puerta, y luego, al mirarnos, comenzó a sonreír.
— ¡Qué tal la chica trabajo! —Moro gritaba a pesar de que estábamos a su lado.
Helen sonrió y balbuceó un chiste.
—Qué es esa cara —bromeó él —. Oh no, ya no me reconoce...
Moro puso una intensa cara de pánico, y comenzó a abanicarme con las palmas de las manos.
— ¿Me reconoces? —repetía una y otra vez, mientras Helen revoleaba sus ojos.
Entonces lo hice por él, expulsé de mí la sensación de lo que acababa de ver, y le pegué un puñetazo en el brazo.
—Te extrañaba —admití, y reí también.

Comenzamos a caminar hacia el Norte. Moro había dicho que muchas personas asistirían a esta celebración, ya que era una especie de anuncio sobre el Reclutamiento.
— ¿Qué llevas ahí? —preguntó Helen, que se encontraba muy cerca de él.
Era evidente que Moro se enorgullecía de la pregunta.
—Cuando estemos más cerca... —se limitó a decir.
—Dah, el chico misterio —dijo ella.
Intercambiaron miradas de burla. Unas miradas algo extrañas.
—Se siente pesado —dije tocando la bolsa. El ruido a cacharro era notorio.
—Seguro es una de sus radios —dijo Helen.
—Inventé un Robot —anunció él.
— ¿Un qué?
—Un Robot, es como una máquina inteligente. Lo leí del diario de nuestro abuelo. He estado leyéndolo a escondidas.
Durante unos cuantos metros, Moro realizó un monólogo apasionante sobre cables y plaquetas; tornillos y tuercas. Nos explicó cómo funcionaba una batería, y muchas otras cosas que, a pesar de no tener idea, sonaban interesantes. No hacía caso a nuestras preguntas, simplemente nos explicaba moviendo los brazos, y lanzándonos miradas con los ojos bien abiertos, como buscando únicamente un asentir. Cuando el tumulto de personas comenzó a aumentar, la conversación fue disminuyendo, hasta convertirse en comentarios sueltos que parecían saltar a la cabeza de Moro por casualidad.
— ¿Allí? —dijo Helen, señalando con la pera.
Seguimos a mi hermana hasta un gran cantero, que al sonar la señal, se convertiría en un palco de primera.
— ¿Daniel? —pregunté. Lo había visto una sola vez desde la desaparición de Elioth.
Hubiera podido jurar que había visto a Helen hacer una seña detrás de Moro.
El chico amor —rió él con bastante sarcasmo—, se pasa la vida yendo del taller, hacia la casa de su novia; y a la inversa. Gracias a todos los ángeles.
Me reí, aunque sabía que no era algo normal. Normal era que Daniel se quejara por la mera existencia de su hermano. Casi nunca había sido al contrario.
Él descolgó la bolsa de su hombro, y le pidió a Helen que la sostuviera. Del fondo, extrajo un cacharro y un pequeño control.
Si premiaran a Moro por la cantidad de veces que resulta impredecible, sería millonario.
— ¿Qué hace? —preguntó mi hermana.
—Vuela.
Las dos nos miramos. Los ojos oscuros de Helen brillaban, estaba aguantando la risa.
—Verás que sí —advirtió Moro, y sacudió el control (que parecía más una tableta con botones).
Apoyó el cacharro en el piso, y descubrió una desprolija hélice en el centro.
— ¿Es seguro? —pregunté.
—No lo sé —dijo concentrado en los botones.
— ¿No lo has probado aún? —Se indignó Helen —. Hay mucha gente, Moro.
—Es la única forma de saber si es seguro o no.
— ¿Contando cuántas personas matas? —me burlé.
—Exacto —Moro asintió y levantó una perilla con suavidad.
La hélice comenzó a girar cada vez más fuerte, y pronto el cacharro se había levantado unos cuantos centímetros del suelo. Se mantuvo en el aire treinta segundos, y luego cayó.
—Te pasas —dijo Helen, que ya no reía. Más bien, estaba con la boca abierta.
Él guardó pronto el aparato, puesto que algunas personas habían comenzado a darse la vuelta. Carraspeando, se colgó la bolsa en el hombro y subió al cantero.
— ¡Lo hiciste volar! —le dije.
—Otro fracaso, no logró mantenerse ni un minuto.
—Nadie hace volar un cacharro —lo alentó Helen.
—Algo debo haber hecho mal... —repetía para sí con los ojos situados en la nada. Parecía investigar su mente intentando encontrar el error.
Nunca lo había visto tan... concentrado. Y serio. Mentía, sí lo había visto: el día que construyó la radio, y las semanas en las que mi cámara había estado en su quirófano.
—Anda, funcionará la próxima —Helen lo rodeo con el brazo y lo sacudió un poco, para que saliera de su burbuja.
Moro sonrió con sus comisuras.
Una melodía sonó por los parlantes y poco a poco, el murmullo de la multitud cesó. No estábamos a la misma altura que la plataforma de la escultura, pero veíamos a la perfección el taburete en medio del playón.
Las personas comenzaron a moverse y dejaron avanzar un auto a través de la multitud. Una serie de personas del Epicentro estaban en la plataforma, sentados con las manos en sus regazos. Del coche blanco como la nieve, se bajó un hombre vestido con una elegancia absoluta. Su tez morena no resaltaba, tampoco lo hacían sus cabellos. Pero hubiera jurado que podía verle los ojos, tal y como lo había hecho en la ceremonia del pergamino.

Alfred Mónaco caminó hasta el taburete y se posicionó justo frente al micrófono. Unos cuantos oficiales hacían de barrera entre la gente y la plataforma, sin embargo; parecía no hacer falta. Nadie intentaba pasar, incluso unos cuantos aplaudieron al verlo descender del vehículo. A decir verdad, casi todas las personas que estaban allí, parecían entusiasmadas por él.
A pesar de que Mónaco parecía dispuesto a comenzar el discurso, esperó. Nadie emitió sonido.
Entonces alguien salió del auto blanco, que todavía tenía las puertas abiertas. Caminó de espaldas al público hasta donde estaba el taburete y se dio vuelta al llegar allí.
Con la misma elegancia, y un traje impactante, Tom infló el pecho y dejó sus brazos a un costado. Con ambos líderes presentes, Mónaco comenzó a hablar.

Sólo pude escuchar el principio de su discurso. Había dicho algo como: "Les traemos verdades, querido pueblo, porque la transparencia es requisito indispensable en una persona".
Pasé el resto de la ceremonia mirando a Thomas Wobe; viendo cómo desaparecía mi confianza en Tom, el (ahora inexistente) chico "normal" del Epicentro. Intentando entender cómo había sido capaz engañarme completamente; pensando por qué no me había dicho —en todo este tiempo— que él era el responsable de todas nuestras miserias.
Antes que bajase del taburete, saqué mi cámara y le tomé una fotografía. Obvié las miradas nerviosas de Moro y Helen, y saqué otra más; como si de una de mis cartas sobre subversivos se tratase.
En la primera, Tom miraba el piso. En la segunda, había cambiado la posición de sus brazos, y miraba a Mónaco con su mandíbula oprimida. Y en la última de las fotografías, había acomodado sus hombros, y levantado su barbilla. Tom miraba a la multitud con cierta ferocidad. Mostrando al verdadero; al sanguinario, brutal, frío y calculador líder: Thomas.

Sabía que eran las imágenes del único subversivo que nunca desaparecería.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora