3. B

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Mientras bajábamos las escaleras le hice señas para que lavara sus ojos con agua fría, así que antes de desayunar pasó por el baño.

Mi madre apareció con el delantal de cocina puesto, y un plato repleto de pan con aceite; ella era la versión grande de Helen, tenían el mismo color de pelo, de ojos, de piel... La única diferencia era que mi madre tenía el cabello con menos friz que mi hermana, los ojos más hundidos y el cutis más marcado. Aún así mi madre era diferente a todas las madres que conocía; ella sonreía siempre, y era más cariñosa que cualquiera.

— ¿Quieren hablar de lo que pasó ayer? —preguntó mi madre—. No me gusta que peleen —agregó mientras me acariciaba el rostro.
—Perdón —admití a Helen después de una gran pausa.
—Perdón —repitió ella.

Entonces mi madre se acercó y nos besó; tenía olor a menta y lavanda. La abuela de Elioth había dicho una vez: "el olfato nos recuerda aquello que se lleva en el corazón". Y luego de ello comencé a recordar a Moro por el olor de sus zapatos.
—No olviden sus bolsas —dijo mi madre antes de ponerse los guantes de aseo.

Nos dirigimos al playón de la Plaza de las Arenas, donde debíamos subirnos a uno de los camiones naranjas que marchaba hacia la Escuela de las Convenciones. Civitas siempre había sido la parte más grande de Genux, por lo que era necesario usar los camiones para llegar a algunos lugares. Los camiones naranjas partían de todas las plazas cada mañana, y las había en cada extremo de Genux.

La Plaza de las Arenas siempre había sido algo extraña y aburrida, lo único que tenía era dos grandes playones cubiertos de una capa fina de arena, además de una gran escultura triangular justo en el medio, que tenía a su alrededor un arenero en desnivel. Para llegar hasta la punta de la escultura había que subir escalones de piedra y vidrio que lucían arenas de diferentes colores en su interior.

Al llegar al playón, Elioth alzó la mano desde el otro lado para que nos acercásemos.

—Qué caras —dijo sonriendo —. ¿Dónde te habías metido?
Me lo preguntó como si fuera lo más normal del mundo. No se imagina nada.
—Llegué poco después de la alarma —expliqué intentando sonar normal.
Sonar normal... Qué cosa difícil.
—De seguro tu madre te castigó... No tendrías que haber corrido tanto —afirmó medio riendo.
Él sabía que mi madre nos esperaba cuando se acercaba la hora de la alarma. Cosa que no había pasado por la pelea con mi padre.
—Dijo que si volvía a pasar me castigaba —dije levantando los hombros —. Y prefiero que me castiguen, antes que me ganes una guerra.
Elioth evitó lo último que dije ya que a ninguno de nosotros le gustaba perder, y repitió mi gesto mirando a Helen. Helen lo hizo también, y gracias a la vida que en aquel momento llegaron Daniel y Moro.
— ¿Qué hay? —preguntó Moro en un tono raro.
— ¿Qué hay? —se rió Helen.
— ¡Para con eso de una vez! —gritó Daniel — ¡Pareces un loquito!
Volteamos hacia Daniel, pidiendo una explicación.
—Douglas lo dijo, y desde entonces no para de repetirlo. No para —explicó él haciendo movimientos con los brazos.

Douglas Risper, el hijo menor de unos amigos de los Roth, quien es dos años más grande que nosotros, por lo tanto: odiado por Daniel pero amado por su hermano. Los Risper (Doug, su hermano mayor Gaspar, y su padre) vivían en el extremo Norte de Civitas, y por alguna razón solían visitar seguido a los Roth. Antes de cumplir quince años, Douglas solía estar con nosotros, pero ya no era así.
Mi hermana infló los cachetes, aguantando la risa. Moro levantó los hombros.
—Sólo quería fastidiarlo —admitió él. Como si Dani no hubiera estado allí.
Al subir al camión, Daniel nos rogó alejarnos de Moro y Helen. Así que estuvimos todo el camino aguantando sus quejas, mientras el responsable de haberlo molestado probablemente toda la noche, estaba sentado muy cómodo al frente del camión.
—Tienes tierra en el pantalón —le dije a Eio en mímicas señalando en mi pierna el lugar.
—Es un idiota, juro que me tiene harto —Daniel seguía en su mundo. Enojado.

En la Escuela de las Convenciones era obligatorio utilizar el uniforme, así como también, tenerlo limpio y sano, ya que al terminar el curso debíamos devolverlo para que los alumnos menores pudieran usarlo, y pedir uno con bordados diferentes que correspondieran al nuevo año.

A lo lejos comenzó a verse el campus de la escuela, el gran predio alejado de la ciudad que siempre me había gustado por parecerse poquísimo a las calles de mi barrio. Los pastizales estaban tan prolijos y verdes que brillaban en todas las estaciones del año. Algo diferente a la hierba seca de las plazas de Civitas en épocas de nieve.

El camión dio un par de sacudones más y luego su andar cambió con la acera perfecta del camino de la entrada. Pasamos el arco con el nombre de la Escuela de las Convenciones escrito en runas, y escuchamos el ruido del motor y el bullicio de los chicos hasta bajar del camión.

Caminamos desde el playón de los camiones hasta el centro de la plataforma, donde todos los alumnos se dirigían. En el centro del predio había una plataforma con el mismo símbolo de la ciudad que estaba en el lugar donde se hacía el Cántico al Orden. Y desde allí, siete caminos se abrían paso; cada uno de ellos llevaba hacia edificios diferentes, que correspondían a cada curso en el predio.

El lugar no sólo era perfecto por la acera prolija y los edificios de vidrio, sino también porque cada edificio tenía un símbolo que representaba al curso que había en su interior, y también un lema. Éstos colgaban en letras doradas sobre los arcos que daban lugar a cada edificio. Había fuentes, cascadas, y bancos. Todo estaba limpio y hasta el aire parecía diferente.

Solía preguntarme si el Epicentro sería como aquel lugar, también solía preguntarme qué hacían las personas del Epicentro para vivir allí.

En el Epicentro vivían las familias fundadoras, además de personas de renombre que habían sido seleccionadas para mudarse allí y colaborar con aquella parte de la comunidad.

El resto del día se pasó muy rápido.
Luego de la cena, subí a mi habitación y me metí en la cama como si fuera la primera vez en días. Se sentía así.

Comencé a pensar en todo lo que había pasado, en todo lo que le había tenido que ocultar a mis amigos. ¿Qué pensarían si supieran la verdad? Tal vez lo aceptarían. Aceptarían que yo tuviese una amiga en el Epicentro, ¿lo harían? 

Mi mente pasó a otra cosa: ¿Volvería al túnel? ¿Vería a Zora otra vez? Lo ansiaba, de verdad quería ir, pero desearlo también hacía que me sintiera extraña; como si estuviera fallándole a todos.

Quizás algún día podía pedirle a la abuela de Elioth que me hiciera unas galletas, como las que había comido esa misma tarde en la escuela, estaban tan ricas... Pero también tenía que avisarle a mi madre que el vestido azul estaba sucio; de otra manera el sábado, al ir al Cántico a la Orden, me encontraría a Douglas y vería mi vestido sucio... Bueno, Douglas siempre llevaba la ropa sucia. Estaba segura que mi padre había hablado con el hombre que repartía el pan en mi barrio, y le había dicho que pasara más seguido. Por ello a padre le estaba yendo bien en el trabajo, y la abuela de Elioth me haría las galletas. Sí, eso estaría muy bien. Quería ir al túnel y hacer un campamento allí, con galletas y el panadero; la abuela de Elioth vigilaría desde la plaza y mi padre tendría puesto el vestido sucio que mi madre...

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora